EL MARQUESADO DE LOS CAÑADA IBÁÑEZ EN ORRIOS
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Vivía en un magnífico palacio
rodeado de todo tipo de comodidades y lujos. La corona del marquesado era de oro macizo, sus vestidos
de seda y sus capas de los mejores armiños. Tenía esposa y esperaba un heredero
para sus vastos territorios comprendidos entre, la Sierra de El Pobo por un
lado, y la de Peña Palomera por el poniente. Pero, a pesar de tener todos los
caprichos posibles a su alcance, ni su esposa, ni sus secretarios, acertaban a
encontrar un cocinero que le hiciera los huevos fritos como a él le gustaban.
Nadie le pudo freír, ni tan sólo uno de aquellos huevos estrellados sobre dos
tajadas de pernil curado, que tan febrilmente recordaba de su niñez. A menudo recordaba con veemencia aquella dorada puntilla
rodeando un centro apenas perceptible de clara blanca cubriendo una yema
rotunda, sonrosada, y cubierto todo, finalmente, con limaduras de trufa de
Sarrión. El herrero palaciego le había confeccionado una sartén de plata y, sus
administradores, habían viajado hasta el Bajo Aragón en busca del mejor de los
aceites. Un día, cansado de esperar y ahíto de gula exclamó: “¡Mi alma, mi alma
por un par de huevos fritos!” Al instante, como por arte de magia, descendió por la linterna que
iluminaba el salón de los marqueses de la Cañada, un cocinero que rápidamente le preparó los
mejores huevos que nunca jamás hubiera comido nadie en la tierra, ni siquiera el más exigente de los papas o reyes.
Pero no todo era paz en aquel
valle de vigoroso verdor estival. Aquellas feraces y frescas tierras del
marquesado eran asoladas periódicamente por bandas de peligrosos delincuentes
dedicados al crimen y a la extorsión que, a falta de dinero contante y sonante,
arrasaban las despensas, alacenas y bodegas de toda la redolada. Eran famosas
sus lifaras en mesones, masadas y casas apartadas de la población. Los dueños,
sobre los que caía periódicamente tamaña plaga, quedaban arruinados para
siempre. El marqués se tomó en serio el asunto y mandó a sus guardias
detenerlos tendiéndoles una trampa en las estrechas laderas del barranco del
Horcajo. Los diecisiete peligrosos delincuentes que cayeron ese día, fueron a parar
a los calabozos del lugar y sometidos a severa dieta de pan de almortas y agua
del Vadillo. Pasaron días después,
cuando la bravura ya había hecho mella en sus carnes, a ser juzgados por aquel
señor de horca y cuchillo en los salones concejiles de la población. Pronto
habló Fabianus Gansus Apicius
conocido por su cabellera, roja como el fuego, y por su habilidad en las artes
culinarias. Fabianus era la reencarnación misma de aquel famoso cocinero de la época
imperial romana, Apicius, cuya
muerte se produjo, misteriosamente, en el seno del pensamiento hindú en las
lejanas regiones del Asia oriental y mistérica. Soy una mago de los fogones, le espetó al
señor marques de improviso, pero, además de mi dominio en las artes culinarias,
si ponéis en libertad a mis amigos,
mi magia, os puede conceder tres deseos. Que así sea, dijo el caprichoso
marquesito un tanto impaciente. Primero,
deseo el poder sobre todas las aves del cielo. En segundo lugar quiero conocer
el lenguaje de los animales terrestres y, en tercer lugar, quiero el poder de
la vara de Moisés para gobernar las aguas de la tierra**.
Un día llegó a las tierras del
marquesado un diablo aparejado de buhonero. Inmediatamente preguntó por el
señor del lugar y, unos vecinos que tomaban la fresca bajo un aparra, lo
encaminaron al palacio del marques de la Cañada sito en la calle Mayor. Tras
golpear en la puerta, fue recibido por el señor de la casa. Soy el diablo, le
dijo, vengo a por tu alma según la promesa que hiciste hace algún tiempo. Bien,
dijo el marqués, pero déjame que me despida de mi mujer y de mi hijo. Subió
entonces al solanar y llamó a las aves que poblaban el cielo. Salvadme del
diablo y del infierno les ordenó. En ese instante y envuelto en una malla de finísimos hijo de
seda lo elevaron por el cielo alejándolo del poder del demonio. Las aves lo depositaron
en Valderrobres, bellísima población del Matarraña, hasta que el buhonero marchó
río arriba y se perdió tras las últimas curvas de Villalba Alta.
Pasado algún tiempo llegó otro
demonio, ahora disfrazado de leproso. Llevaba las carnes y las ropas destrozadas a jirones
sangrientos. Su aspecto era horrible, repugnante… y su hedor hacía que ningún
mortal se le acercara a menos de veinte metros. Vengo a por tu alma, le espetó
sin más dilación. Recordó de nuevo el marqués, su trato primigenio con el
maligno y el peligro que había corrido con el buhonero. Espera a que ponga
en paz mi alma antes de marchar contigo, le dijo al leproso. Pasó el marqués a
la capilla de Santa Ana, una hermosa construcción contigua a su palacio, y oró
ante el altar mayor. Una vez preparada su alma, salió en compañía de su
esposa y único hijo a la puerta de casa.
Caminaba el reo por la calle mayor cuando oyó hablar a un perro, luego aun
gato, más tarde a las gallinas y hasta a los caballos y los cerdos en las
cortes. Recordó al instante el deseo concedido por el mago hindú y pidió
ayuda a los animales. ¡Socorredme que estoy perdido, el diablo se me lleva al
infierno! gritó con todas sus fuerzas el marqués. Inmediatamente, todos los
animales de la redolada acudieron en su defensa. Se lanzaron con uñas y dientes
sobre el demonio que murió a consecuencia de las muchas y sangrantes heridas.
Sus despojos, finalmente, fueron alimento del puerco de San Antón que se criaba
libre por las calles del lugar.
Cansado de los continuos fracasos
de sus diablillos, Baal Zebub, el dueño y señor de los infiernos mandó
a 40.000 diablos jóvenes, valientes e inteligentes, a por el alma del marqués de
la Cañada de Orrios. Pronto llegaron noticias al lugar, de los desmanes
cometidos por los diablos en la importante población de Alfambra y como la
vigorosa ira de estos diaplerones
dejaba todo destruido a sangre y fuego. Esta vez, el marques y toda la población
salieron al encuentro de los demonios, pues el peligro que arrostraban era común.
No sólo era ya el alma del marqués, sino toda la población entera y verdadera
la que peligraba. Oraron a la Virgen del Águila y tras nueve días de oración y
procesiones hasta su templo, hicieron una rogativa general y extraordinaria
pidiendo la lluvia a mares, tal como les había indicado el marqués. Llegaron
los diablos a la orilla derecha del Alfambra y, llegaron también, las nubes a
encapotar los cielos con un negror cerril y apocalíptico. De forma diluviana
cayó el agua en los Alcamines y en la sierra de El Pobo. Entonces, a una orden
del de la Cañada, los habitantes se retiraron a los sitios más altos y mejor
protegidos, mientras que los diablos, pillados por la sorpresa y desprovistos
de estrategia alguna fueron arrastrados por las aguas tumultuosas y desbordadas
del río. Los cuerpos de los diablos tiñeron de rojo las aguas de un río que si
hasta entonces había sido conocido como río Blanco, desde entonces empezó a
llamarse río Rojo o Alfambra.
Ningún diablo desde entonces osa
atravesar el río y legar a Orrios, por lo que sus habitantes viven con la
certeza de una feliz vida en la tierra y luego en el Cielo. Amen.
** El señor marques nunca utilizó este poder para construir el pantano de los Alcamines.
** El señor marques nunca utilizó este poder para construir el pantano de los Alcamines.
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Vadeando el río Alfambra.El todotereno es más poderosos que el diablo.
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Las gentes huían despavoridas, a pie o en coche, al ver la crecida de las aguas del río Alfambra.
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Aves que llevaron volando al marqués de la Cañada.
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Ovejas en la majada del Vadillo, sus incesantes balidos atormentaban a los diablos.
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Hasta el gato lucho contra el diablo.
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Gallina que puso los huevos para el marqués.
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Gallina que salvó, a picotazos, al marqués del domino del diablo.
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Fabianus Gansus Apicius mago hindú que concedió los tres deseos al marqués de la Cañada.
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Los güegos del marqués.
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Buhonero que fue a Orrios a por el alma del marques de la Cañada.
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Uno de los 40.000 diaplerons que convirtieron las aguas del río Blanco, en aguas del río Rojo/Royo o Alfambra.
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Merchandising
gachero
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