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martes, 24 de febrero de 2015

Febrero2015/Miscelánea. LAS FIESTAS PATRONALES DE NUESTROS PUEBLOS

LAS FIESTAS MAYORES DE TORTAJADA
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Una espesa y fría sombra invernal bajaba de los Bolages cubriendo el espacio comprendido entre las Ledañas y los Albares. Arreciaba un viento helador en la atardecida de aquel final de otoño, ya casi invierno, sobre el espaciosos y fértil valle del río Rojo. Había bajado a por dos cargas de agua al Alfambra para tener las tinas llenas, según me había mandado mi madre y ahora, tocaba ir hasta el pajar de la era a por otros tantos sacos de paja. Debía cubrir la femera que teníamos delante de la casa, un cuadrado espeso, al que arrojábamos de continuo todo tipo de materia orgánica y sobre el que hacían la vida las gallinas y los pollos. También disfrutaba de lo lindo el puerco siempre que lo soltábamos para arreglarle la corte. Para el segundo viaje ya empecé a sentir a los mozos tramenar por la torre. Presté atención en el viaje de ida a la era, imaginando el momento mágico en que las campanas comenzaran a sonar. Arriba de la torre estaban los mozos del pueblo: Jeremías, Rogelio, Amador, Andrés, Paquico… incluso mi quinto, Pirulo, aprovechó para espantar a las palomas de sus nidales. No todos sabían bandiar, ni se atrevían a tamaña hazaña. El bandeo era muy arriesgado y podía costarte la vida sólo con un pequeño fallo, por ello, terminó por prohibirse. Sonaron por fin las campanas con un desquiciado latido continuo e incesante. Una agitación maravillosa que anunciaba víspera de fiesta. Ante el sonido vibrante y estimulador del badajo dentro de la campana volteando, las gentes, pararon sus faenas y esperaron a que se produjera el excepcional suceso de “encanar” la campana. Cuando ésta cogía la mayor velocidad posible al impulso de los pies de los mozos, el badajo giraba entonces en sintonía con el resto de la estructura y, durante unas vueltas, la campana no sonaba y se dice que quedaba muda. ¡La han ENCANAO…. La han ENCANAO…! decían entonces los niños abriendo la boca sin disimular su admiración. Bajaban luego los mozos del campanario, como héroes venidos de una lejana y sangrienta guerra. Enfilaban el camino de la cantina de Marina para tomar unos vasos de vino con cacahuetes. Nada más terminar el bandeo que anunciaba el comienzo de las fiestas mayores ya estaba extendiendo la paja en el corral. Para entonces, habían quedado todos los animales arreglados y durante las fiestas, sólo habría que echarles de comer.
Luego, esa misma tarde de vísperas, mi madre ya había colocado colgado de los cremallos sobre la lumbre del hogar, un caldero de cobre de martinete. Una vez el agua caliente, vaciaba parte de ella sobre un balde de cinc galvanizado y, por riguroso orden de edad,  nos metía de uno en uno en el agua caliente. Era día siete de diciembre y, en tales calendas, el agua estaba caliente para el primero en entrar y templada para los últimos. No era corriente la “limpieza general” pero esta ocasión era excepcional, pues sucedía que al día siguiente era la Purisma, patrona del lugar y día de fiesta mayor. Para el verano, la limpieza era más cotidiana debido a los baños que realizábamos en los pozancos del río. Ahora, en invierno, era más pausada y además había que frotar la roña que se iba formando en diversas partes del cuerpo, a la vez que había, también, que jabonar bien las corvas. Armada de un estropajo de esparto y una pastilla de jabón Lagarto no paraba de frotar ni nosotros de llorar. Al final quedábamos relucientes y listos para el día siguiente. Después del baño y de secarnos durante un momento junto al fuego, marchábamos para el dormitorio situado en el piso superior. Ya en la cama, cubierto todo el cuerpo con las mantas y sin dejar asomar al exterior un ápice de nuestro cuerpo intentábamos dormir. Al día siguiente sería fiesta y vendría la turrunera a colocar su carrico en medio de la plaza del pueblo. Seguro que, como años anteriores, traería petardos, turrón, caramelos, peladillas, chicles, globos… y un sinfín e inimaginable número de novedades. Ahora, se trataba de imaginar la forma de conseguir algún dinero para poder comprar algunas de aquellas adorables y singulares tentaciones. Todo debería calcularse con pulcra exactitud. La clave estaba en la misa mayor de la mañana siguiente y en el momento en que los dos monaguillos salíamos a pedir con la bandeja. Por ser día tan señalado, la gente era excepcionalmente generosa y solía soltar haciendo buen ruido sobre la bandeja, no una perra gorda o una perra chica como los demás días, hoy podían dejar caer... hasta una peseta rubia.
Pasando de lo imaginado a lo real, tras un profundo y reparador sueño, hicimos la genuflexión en mitad del altar y salimos a pedir los dos monaguillos. A mi me tocó la parte de la epístola y la que da al atrio de la iglesia. Un momento crítico era el de pasar por debajo del coro pues, los mozos, situados arriba y junto a la baranda tiraban desde lo alto todo tipo de cosas con el objeto de que la bandeja cayera al suelo y hubiese algarabía y entretenimiento en el discurrir de aquella aburrida misa obligatoria. Pude sujetar la bandeja petitoria con las dos manos y nada sucedió. Se trataba ahora, de coger la peseta de la bandeja en el momento oportuno. Parecía como si todos los ojos del mundo se hubieran posado sobre mí. Una sensación de agobio y de terror hizo que al pasar por el arco de la predicadea la bandeja cayera al suelo. El ruido lo sentí atronador, todavía lo evoco acusador y, las exclamaciones en el templo, detuvieron por un instante la misa. A la vez, la mirada de don Jesús Gregorio, a pesar de ser entonces, aún joven y bondadosa, me llenó de terror. Con la ayuda de los feligreses recogimos las limosnas y todo quedó en nada. Sin embargo yo llevaba bien las cuentas de todo cuanto caía en la bandeja. Al hacer el arqueo comprendí que dos pesetas se habían perdido con la caída. Nada más terminar la misa, busque y rebusque en la zona del estropicio y allí estaban. Dos rubias y pulidas pesetas que guardé en mi bolsillo y que ganó la turrunera en aquellas fiestas.
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Villarquemado
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