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Una espesa y fría sombra invernal
bajaba de los Bolages cubriendo el espacio comprendido entre las Ledañas y los
Albares. Arreciaba un viento helador en la atardecida de aquel final de otoño,
ya casi invierno, sobre el espaciosos y fértil valle del río Rojo. Había bajado a
por dos cargas de agua al Alfambra para tener las tinas llenas, según me había
mandado mi madre y ahora, tocaba ir hasta el pajar de la era a por otros
tantos sacos de paja. Debía cubrir la femera que teníamos delante de la casa,
un cuadrado espeso, al que arrojábamos de continuo todo tipo de materia orgánica
y sobre el que hacían la vida las gallinas y los pollos. También disfrutaba de
lo lindo el puerco siempre que lo soltábamos para arreglarle la corte. Para el
segundo viaje ya empecé a sentir a los mozos tramenar por la torre.
Presté atención en el viaje de ida a la era, imaginando el momento mágico en
que las campanas comenzaran a sonar. Arriba de la torre estaban los mozos del
pueblo: Jeremías, Rogelio, Amador, Andrés, Paquico… incluso mi quinto, Pirulo,
aprovechó para espantar a las palomas de sus nidales. No todos sabían bandiar,
ni se atrevían a tamaña hazaña. El bandeo era muy arriesgado y podía costarte
la vida sólo con un pequeño fallo, por ello, terminó por prohibirse. Sonaron por
fin las campanas con un desquiciado latido continuo e incesante. Una agitación
maravillosa que anunciaba víspera de fiesta. Ante el sonido vibrante y
estimulador del badajo dentro de la campana volteando, las gentes, pararon sus
faenas y esperaron a que se produjera el excepcional suceso de “encanar” la campana. Cuando ésta cogía la mayor velocidad posible al impulso de los pies de los mozos, el badajo
giraba entonces en sintonía con el resto de la estructura y, durante unas
vueltas, la campana no sonaba y se dice que quedaba muda. ¡La han ENCANAO…. La han ENCANAO…! decían entonces los niños abriendo
la boca sin disimular su admiración. Bajaban luego los mozos del campanario,
como héroes venidos de una lejana y sangrienta guerra. Enfilaban el camino de
la cantina de Marina para tomar unos vasos de vino con cacahuetes. Nada más
terminar el bandeo que anunciaba el comienzo de las fiestas mayores ya estaba extendiendo
la paja en el corral. Para entonces, habían quedado todos los animales
arreglados y durante las fiestas, sólo habría que echarles de comer.
Luego, esa misma tarde de vísperas,
mi madre ya había colocado colgado de los cremallos sobre la lumbre del hogar, un caldero de
cobre de martinete. Una vez el agua caliente, vaciaba parte de ella sobre un balde de cinc galvanizado y,
por riguroso orden de edad, nos metía de
uno en uno en el agua caliente. Era día siete de diciembre y, en tales calendas,
el agua estaba caliente para el primero en entrar y templada para los últimos.
No era corriente la “limpieza general” pero esta ocasión era excepcional, pues
sucedía que al día siguiente era la Purisma,
patrona del lugar y día de fiesta mayor. Para el verano, la limpieza era más
cotidiana debido a los baños que realizábamos en los pozancos del río. Ahora,
en invierno, era más pausada y además había que frotar la roña que se iba
formando en diversas partes del cuerpo, a la vez que había, también, que
jabonar bien las corvas. Armada de un estropajo de esparto y una pastilla de
jabón Lagarto no paraba de frotar ni nosotros de llorar. Al final quedábamos
relucientes y listos para el día siguiente. Después del baño y de secarnos
durante un momento junto al fuego, marchábamos para el dormitorio situado en el
piso superior. Ya en la cama, cubierto todo el cuerpo con las mantas y sin
dejar asomar al exterior un ápice de nuestro cuerpo intentábamos dormir. Al día
siguiente sería fiesta y vendría la turrunera a colocar su carrico en
medio de la plaza del pueblo. Seguro que, como años anteriores, traería
petardos, turrón, caramelos, peladillas, chicles, globos… y un sinfín e
inimaginable número de novedades. Ahora, se trataba de imaginar la forma de
conseguir algún dinero para poder comprar algunas de aquellas adorables y
singulares tentaciones. Todo debería calcularse con pulcra exactitud. La clave
estaba en la misa mayor de la mañana siguiente y en el momento en que los dos
monaguillos salíamos a pedir con la bandeja. Por ser día tan señalado, la gente
era excepcionalmente generosa y solía soltar haciendo buen ruido sobre la
bandeja, no una perra gorda o una perra chica como los demás días, hoy
podían dejar caer... hasta una peseta rubia.
Pasando de lo imaginado a lo real, tras un profundo y reparador sueño, hicimos la genuflexión en mitad del altar y
salimos a pedir los dos monaguillos. A mi me tocó la parte de la epístola y la
que da al atrio de la iglesia. Un momento crítico era el de pasar por debajo
del coro pues, los mozos, situados arriba y junto a la baranda tiraban desde lo
alto todo tipo de cosas con el objeto de que la bandeja cayera al suelo y
hubiese algarabía y entretenimiento en el discurrir de aquella aburrida misa
obligatoria. Pude sujetar la bandeja petitoria con las dos manos y nada sucedió.
Se trataba ahora, de coger la peseta de la bandeja en el momento oportuno.
Parecía como si todos los ojos del mundo se hubieran posado sobre mí. Una
sensación de agobio y de terror hizo que al pasar por el arco de la predicadea
la bandeja cayera al suelo. El ruido lo sentí atronador, todavía lo evoco
acusador y, las exclamaciones en el templo, detuvieron por un instante la misa.
A la vez, la mirada de don Jesús Gregorio, a pesar de ser entonces, aún joven y
bondadosa, me llenó de terror. Con la ayuda de los feligreses recogimos las
limosnas y todo quedó en nada. Sin embargo yo llevaba bien las cuentas de todo
cuanto caía en la bandeja. Al hacer el arqueo comprendí que dos pesetas se habían
perdido con la caída. Nada más terminar la misa, busque y rebusque en la zona
del estropicio y allí estaban. Dos rubias y pulidas pesetas que guardé en mi
bolsillo y que ganó la turrunera en
aquellas fiestas.
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Villarquemado
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