SAN BLAS
Antonio “el Aguas” permanecía sentado junto a la puerta que
sube al órgano y a la torre. Fija su mirada en sus manos entrelazadas, de
cuando en vez, miraba su reloj y a espacios fijos y determinados acudía a la
maquinaria de las campanas eléctricas para dar el siguiente toque, de los tres, preceptivos, que preceden a la Santa Misa. La tarde era gris,
mortecina, espesa… y una nube negra volteaba sobre la sierra de Algairén
dejando copos menudos y deshilachados. Las mujeres subían con sosiego hasta el
templo. Es éste, un edificio monumental de estilo gótico tardío, construido
sobre una buena parte del castillo Sanjuanista ahora en ruinas. Los feligreses,
sentados ya sobre los bancos, observaban el trajín del cura y del sacristán. Al
cura, polaco, moreno, de tez sonrosada y gesto distante le llamaban Lukas, a secas. Tenía poco
contacto con las gentes del pueblo debido en parte a su integrismo religioso, a
su carácter y al dominio, no muy fluido, del español que hablaba. Estaba
mejor relacionado con el sacristán y el resto de un grupo muy disminuido y,
ahora desperdigado, llegado hace años a la localidad y pertenecientes a la
secta Lumen Dei (llamados Los Blancos, por su atuendo). El ir y venir del cura y el sacristán constituía ahora la
distracción de los feligreses que esperaban expectantes esta misa vespertina,
en honor a San Blas, en número no superior a los veinte individuos.
Para ir de la sacristía al presbiterio el cura pasaba
continuamente por la capilla de la Virgen del Rosario. Esta capilla ocupa la
estructura de un viejo torreón del castillo. Arriba, dos óculos dan luz a la capilla y, bajo estos, un retablo plateresco atribuido a Yoli es el orgullo
legítimo de la población. A cada lado del retablo dos bustos barrocos: a la
izquierda SAN BLAS a la derecha Santa Bárbara. El templo, antes de empezar la
celebración, invitaba con su opaca sensación de semipenumbra a la meditación y
convidaba a acercarse hasta la capilla de la Virgen del Mar a encender una vela
a una Virgen gótica que reina siempre sobre el corazón de todos los habitantes de la
villa, independientemente de cual sea la profesión de fe de cada uno de
ellos. La iglesia posee un órgano traído desde Daroca en carro y un coro bajo a los pies.
Como el templo es de una sola nave se abrieron en el lado del Evangelio tres
capillas que, por su orden, cobijan a la Virgen del Mar, a San Antonio y a
San Esteban.
Así andaban las cosas, “el Aguas” ya estaba por dar el
segundo toque de campanas, cuando Lukas llamó de improviso al sacristán, y tras
depositar el busto del santo en una mesa adecentada en el presbiterio, lado de
la Epístola, le espetó: ¿y el rosco de San Blas…? ¿dónde está el rosco de San
Blas? El sacristán no supo que decir. Hacía años que no se ataba el dedo pulgar
del santo a la cinta que iba a parar a
una torta hecha de forma circular con un agujero en el centro. En la villa no
había horno y la tienda ya estaba cerrada. Será necesario proveernos de lo
necesario dijo el mosén con actitud germánica. Para la bendición, tras la
celebración de la Santa Misa, quiero que el santo tenga en sus manos la rosca
de San Blas tal y como pide la tradición de esta villa.
Salió el sacristán en alocada carrera hasta el Planillo por
donde, ¡oh maldita casualidad!, no pasaba nadie en ese momento. Dio voces y
nadie acudió en su auxilio. Será posible que no encuentre un vehículo que me
lleve hasta Cariñena en un instante. Sólo un peatón, un hombre menudo, acudió a
sus llamadas entre asustado y
sorprendido. Era Caius Apicius un, pequeño, mal nutrido y mal farchado italiano de la Toscana. Apicius, le dijo el sacristán con palabras entrecortadas
y angustiosas. ¡Por lo que más quieras! baja a Cariñena y en media hora (era lo que calculaba el sacristán que duraría la misa) sube una rosca para el santo. Cómprala en la pastelería que hay junto al Iliturgis.
Vistos los gestos, el agitar de brazos y la desesperación del sacristán, Apicius asintió y bajó
corriendo por la Calle de la Cuesta (Silvestre Sancho) hasta su casa.
“El Aguas” estaba dando el tercer toque cuando Apicius montó
en la bicicleta llevando en el portaequipajes una canasta para la fruta que
destacaba, sobremanera, por su color amarillo. Pasó por el Casino como una
exhalación dejando estupefacto a Manolito que había bajado a fumarse un cigarro
a la puerta. Llegó al peirón cuando el cura revestido de rojo se aproximaba al
altar mayor a iniciar la misa. El sacristán miró de reojo al santo que,
hierático, permanecía ajeno al sofoco del uno y a la desesperada carrera del
otro. Introibo ad altare Dei, dijo el cura. Ad Deum qui laetificat juventutem
meam, respondió el sacristán que ahora hacía funciones de monaguillo. Si es la
misa en latín, pensó, seguro que es mucho más larga y Apicius tendrá tiempo de
llegar con el rosco a la bendición del Santo. Apicius andaba por la ermita del Humilladero y
pedaleaba con el aire a favor, un cierzo recio y frío que ahora le favorecía
pero que a la vuelta, pensó, será criminal su oposición. Llevaba en el bolsillo
diez euros, que alcanzarían
sobradamente para el encargo y si acaso
para tomar algún reconstituyente que le diera fuerzas para la vuelta. Pero al
llegar a la Cruz, tras pasar el puente del la “Trinchera la Pala” la rueda
delantera estalló y la llanta, rozando contra el alquitrán de la carretera, le
hizo detenerse de golpe. ¡Ahora sí que la hemos jodido!, exclamó rotundo, pues nadie
podía escucharle aquella tarde criminal en la que ningún vehículo circulaba por los
siete kilómetros de carretera que separan Encinacorba de Cariñena. Desesperado
a punto estuvo de volver sobre sus pasos cuando vio la furgoneta azul del Dioni
que todas las tardes baja a Cariñena tras comer con su madre en el pueblo. El
Dioni suele contratar los servicios de Apicius cuando las tareas agrícolas lo
precisan. Paró la furgoneta y le contó las circunstancias de encontrase tirado
en la carretera aquella tarde de perros. Montaron la bicicleta y Apicius en la
furgoneta y enfilaron la Cuesta Carnicer. Mientras yo compro la rosca, dijo
Apicius, tu vas al taller a reparar el pinchazo.
Ya estaban en Cariñena cuando Lukas inició su homilía. Fue
breve pero desustanciada. Como no dominaba el español dejó constancia de la
sorpresa que le causaba el ver que los hombres del lugar “se hiciesen sus
necesidades en diez” y en algunas ocasiones en el “Altísimo.” Constató el
hecho de que ellos reconocían lo impropio de tales exclamaciones y apenas
nombró a San Blas Obispo de Sebaste en Armenia.
Entró Apicius como una exhalación en la pastelería y pidió
una rosca. La pagó la metió en una bolsa de plástico y recorrió de nuevo la
calle Mayor de Cariñena para buscar al Dioni y su bicicleta. Suscipe, sancte
Pater, omnipotens aeterne Deus, hanc immaculatam Hostiam. Apicius empezó a
constatar que su empresa no iba a ser nada fácil. Del cielo encapotado
comenzaron a caer blancos copos de nieve, grandes como hostias inmaculadas. Los
copos, semejantes a fiambreras, estaban cubriendo por instantes la calle Mayor. Entró
en el estanco a comprar tabaco y en el casino a tomar una copa de coñac. Será
preciso, se dijo, que me arme de valor pues la subida a Encinacorba va a ser
terrible.
A la altura de la bodega de Ignacio Marín estaba Dioni con
la bicicleta arreglada. La cestilla trasera delataba su presencia entre la cortina
de copos espesos que apenas dejaban ver a dos metros de distancia. Oferimus
tibi, Domine, calicem salutaris. El cura estaba en el momento de ofrecer el Cáliz de Salvación. Las beatas con la rodilla hincada se daban recios golpes de
contrición en sus pechos. En estas que Dioni le dice: “monta que yo te empujo”.
Apicius colocó la rosca en la cesta trasera de la bicicleta, se caló la boina
hasta las cejas y se dijo. ¡Qué sea lo que Dios quiera!
Agnus Dei, qui tollis peccata mundi, miserere nobis. Cordero
de Dios que quitas los pecados del mundo ¡ten misericordia de nosotros! En ese
mismo instante Lukas y Apicius habían entrado en una conjunción perfecta, en una
sintonía cósmica, en un estado de limpieza de espíritu gratificante y puro.
Sólo que Apicius pedaleaba a la altura de Las Planas con una carretera que a
cada momento se desdibujaba y se convertía en una sábana blanca indiferenciada
del resto del espacio que le rodeada. Sin referencia alguna, pedaleó y pedaleó
como un loco, intuía que en el instante próximo acabaría en una cuneta o debajo
de un puente. Las curvas de Las Planas le descubrieron la capacidad del hombre
para sobrevivir en las circunstancias más difíciles. Un coche bajaba hacia Cariñena y, sus luces, le orientaron por un
instante. Tras el encuentro procuró
seguir las carriladas que dejaba en la carretera el vehículo. Ahora tocaba
subir la cuesta Carnicer. Sin embargo, algo verdaderamente sorprendente sucedió
en aquella endiablada cuesta. Nada más pasar el puente bajo los raíles del tren
comenzó un fenómeno muy repetido en este pequeño trayecto, cual es, la
inversión térmica. De repente dejó de nevar y un viento helador azotó la cara
de Apicius. Sobre su boina se había creado una espesa capa de nieve con la forma
de una tarta nupcial que rápidamente comenzó a helarse. Lo mismo sucedió sobre
el portaequipajes, sobre los manillares y sobre las rodillas del ciclista.
Hecho un bloque macizo de hielo. El bueno de Apicius llegó a la
puerta de la iglesia en el momento en
que Lukas decía: Ite missa est. Sin apenas fuerzas y ante la mirada atónita de
las beatíficas señoras, lanzó la rosca desde la misma puerta de la iglesia con
tal acierto que ésta fue a clavarse en el dedo pulgar de SAN BLAS. “El Aguas” quedó atónito y comenzó a rascarse
la cabeza como un poseso. Desde ese día desconfió de la ciencia y de la técnica
y abdicó de su cargo como campanero-eléctrico. El sacristán cayó de rodillas y sintió
como un coro de ángeles blancos cantaban entre los nervios góticos de la
crucería del templo. Las mujeres, con la cabeza vuelta hacia la puerta no
acababan de comprender nada de lo sucedido. Cuando finalmente el sacristán
explicó el heroico y prodigiosos suceso, cayeron de hinojos dando gracias al Altísimo.
El cura polaco de Encinacorba, por fin, pudo bendecir al
santo con su rosca en la mano. Tras la misa cambió el viento, comenzó a regalar, y de la bicicleta
de Apicius comenzaron a bajar, por efecto del calor y de la gravedad, cristalinas
estalactitas de un agua pura, clarísima y transparente, que aquí llaman: ¡chupones! y en otros
sitios, ¡carámbanos!
En la fotografía de
arriba se muestra tal como quedó la bicicleta de Apicius en la calle Mayor de
Encinacorba. No hay artificio alguno en ella y muestra, bien a las claras, lo
que verdaderamente sucedió en Encinacorba el día de San Blas, obispo de Sebaste
(Armenia) en el año del Señor del 2015.
San Blas de Encinacorba
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Nevada del día de San Blas en Encinacorba.
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