En estos días, en torno al 17 de enero, arden las hogueras en el valle del Alto Turia. Se queman las ramas de las podas de los árboles, los rastrojos, los ribazos y las malas hierbas. Al mismo tiempo, los jóvenes amontonan leña en los descampados de la ciudad de Teruel para celebrar a San Antón. Dos caras de una misma moneda. Las quemas del campo y las de la ciudad tienen el mismo origen, pero las de la ciudad tienen además un sentido ritual.
Los hombres vieron que al quemar pastos y bosques, con la primavera crecía, más y mejor, la hierba para los ganados. Así que, era bueno quemar los campos. Convirtieron esta costumbre en un rito anímico. La tierra, en invierno, estaba como muerta o dormida (pensaron) y era preciso despertarla con el fuego, con el calor. El rito, que es un acto repetitivo, siempre da su fruto, porque se renueva las veces necesarias hasta que se cumple. ¿Cuánto duraba una rogativa? Pues..., hasta que llovía. Los días de duración eran imprecisos. De la misma manera, la hoguera, siempre daba el resultado apetecido. Con la primavera los campos volvían a reverdecer. Todo esto sucedía en la mitad del año, en el ciclo de la vida que abarca de Santa Lucía a San Juan. De solsticio a solsticio. Pero, con la cristianización, estos ritos primigenio se solaparon. San Antón nada tiene que ver con el fuego. Sin embargo, decimos: “La Hoguera de San Antón”. Más sentido tiene el hecho de que sea patrón de los animales, únicos visitantes de un anacoreta, de un hombre que vivía en una cueva situada en un campo solitario. Pero, la Iglesia no pudo acabar ni con el solsticio, ni con las hogueras (rito animista), ni con otras muchas tradiciones. Al final del ciclo de la vida llega San Juan y las hogueras de Alicante. San Juan tampoco tiene nada que ver con las hoguera, más bien tiene que ver con el agua del bautismo que purifica. Mantener las tradiciones es bueno, pero, sabiendo “de que estamos hablando”.
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