ENIGMAS
DE LA HISTORIA
¿Quién
ganó las elecciones de abril de 1931?
Aunque
la propaganda republicana presentaría posteriormente las elecciones municipales
de abril de 1931 como un plebiscito popular en pro de la República, no existió
jamás ningún tipo de razones para interpretarlas de esa manera. En ningún caso
su convocatoria tuvo carácter de referéndum ni —mucho menos— se trató de unas
elecciones a Cortes constituyentes.
César
Vidal2004-03-26
De hecho, la
primera fase de las elecciones municipales celebrada el 5 de abril se cerró con
los resultados esperados, es decir, salieron elegidos 14.018 concejales
monárquicos y tan sólo 1.832 republicanos. Con ese resultado electoral, en el
que las candidaturas monárquicas fueron votadas siete veces más que las
republicanas, no puede extrañar que tan sólo pasaran a control republicano un
pueblo de Granada y otro de Valencia. Como era lógico esperar, en aquel
momento, nadie hizo referencia a un plebiscito popular y menos que nadie los
republicanos, que habían sido literalmente aplastados por el veredicto de las
urnas.
El 12 de abril
de 1931 se celebró la segunda fase de las elecciones. De nuevo, los resultados
fueron muy desfavorables para las candidaturas republicanas. De hecho, frente a
5.775 concejales republicanos, los monárquicos obtuvieron 22.150, es decir, el
voto monárquico prácticamente fue el cuádruplo del republicano. Desde cualquier
lógica democrática, los republicanos deberían haber reconocido su clara derrota
y prepararse para las futuras elecciones a Cortes en las que, dicho sea de
paso, no podía esperarse que obtuvieran grandes resultados. Sin embargo, lo que
sucedió fue totalmente distinto. A pesar de los clarísimos datos electorales,
los políticos monárquicos, los miembros del gobierno (salvo dos), los
consejeros de palacio y los dos mandos militares decisivos —Berenguer y
Sanjurjo— consideraron que el resultado era un plebiscito y que además
implicaba un apoyo extraordinario para la república y un desastre para la
monarquía.
El hecho de que
la victoria republicana hubiera sido urbana —como en Madrid donde el concejal
del PSOE Saborit hizo votar por su partido a millares de difuntos— pudo
contribuir a esa sensación de derrota pero no influyó menos en el resultado
final la creencia de que los republicanos podían dominar la calle y arrastrar
al país a una cruenta revolución. Semejante apreciación no se correspondía con
la realidad dada la muy limitada fuerza republicana pero tuvo un peso decisivo
sobre el desarrollo de los acontecimientos sobre los que pesaba, de manera muy
consciente, la sombra de lo que había sucedido en Rusia tan sólo catorce años
antes.
Durante la noche
del 12 al 13 de abril, el general Sanjurjo, a la sazón al mando de la Guardia
Civil, dejó de manifiesto por telégrafo que no contendría un levantamiento
contra la monarquía. Aquella afirmación constituía una gravísima dejación de
los deberes encomendados pero quizá más grave fue el hecho de que los
dirigentes republicanos supieran inmediatamente lo que pensaba hacer el general
gracias a los empleados de correos adictos a su causa. Batidos
incuestionablemente en el terreno electoral, los republicanos eran conscientes
de que se enfrentaban con un sistema que se negaba a defender las propias
instituciones encargadas legalmente de esa tarea. Ese conocimiento de la
debilidad de las instituciones constitucionales explica sobradamente la
reacción republicana cuando Romanones y Gabriel Maura —con el expreso
consentimiento del rey— ofrecieron al comité revolucionario unas elecciones a
cortes constituyentes.
A esas alturas,
sus componentes habían captado el miedo del adversario y no sólo rechazaron la
propuesta sino que exigieron la marcha del rey antes de la puesta del sol del
catorce de abril sabedores de que si la monarquía se reponía de aquel espejismo
nunca se proclamaría una república cuyos candidatos habían sido derrotados
clamorosamente en las elecciones celebradas unas horas antes. Para caldear el
ambiente, los dirigentes republicanos convocaron manifestaciones que
presentaron a los políticos monárquicos como espontáneas e incontrolables y
cuya finalidad era aterrorizar a cualquiera que pretendiera hacerles frente.
Por añadidura,
Alfonso XIII no manifestó voluntad de resistir, sumido como estaba en la
depresión más profunda a causa de la muerte de su madre unos meses antes y
viendo cómo su esposa se hallaba lógicamente aterrada ante la posibilidad de
acabar como la familia imperial rusa —parientes suyos, por otro lado—, fusilada
por un pelotón revolucionario. Al fin y a la postre, los políticos
constitucionalistas se rindieron ante los republicanos y con ellos el monarca,
que no deseaba bajo ningún pretexto el estallido de una guerra civil. De esa
manera, el sistema constitucional desaparecía de una manera más que dudosamente
legítima y se proclamaba la Segunda república.
Aunque la
proclamación de la Segunda república estuvo rodeada de un considerable
entusiasmo de una parte de la población, lo cierto es que, observada la
situación objetivamente y con la distancia que proporciona el tiempo, no se
podía derrochar optimismo. Los vencedores de la revolución se iban a sentir
hiperlegitimados para tomar decisiones futuras que pasaran por encima del
resultado de las urnas y no dudarían en reclamar el apoyo de la calle cuando el
sufragio les fuera hostil. Semejante comportamiento tenía una lógica innegable
porque, a fin de cuentas, ¿no había sido en contra de la aplastante mayoría de
los electores como habían alcanzado el poder? A ese punto de arranque iba a
unirse que, globalmente considerados, los vencedores de la revolución estaban
constituidos por un pequeño y fragmentado número de republicanos que procedían
en su mayoría de las filas monárquicas; dos grandes fuerzas obreristas
—socialistas y anarquistas— que contemplaban la república como una fase hacia
la utopía que debía ser surcada a la mayor velocidad; los nacionalistas
—especialmente catalanes— que ansiaban descuartizar la unidad de la nación y
que se apresuraron a proclamar el mismo 14 de abril la República catalana y el
Estado catalán y una serie de pequeños grupos radicales de izquierdas que
acabarían teniendo un protagonismo notable como era el caso del partido
comunista.
En su práctica
totalidad, su punto de vista era utópico, bien identificaran esa utopía con la
república implantada, con la consumación revolucionaria posterior o con la
independencia; en su práctica totalidad, carecían de preparación política y,
sobre todo económica, para enfrentarse con los retos que tenía ante sí la
nación y, por añadidura, adolecían de un virulento sectarismo político y social
que no sólo excluía de la vida pública a considerables sectores de la población
española sino que también plantearía irreconciliables diferencias entre ellos.
Así, la república iba a nacer de una absoluta falta de legitimidad democrática
y, por añadidura, estaría inficionada desde su nacimiento con una serie de
males que acabarían determinando su fracaso y, finalmente, el estallido de una
cruenta guerra civil.
No puede sorprender a nadie semejante resultado, ya que aquellas elecciones municipales de abril de 1931 los republicanos no las habían ganado sino que, por el contrario, las habían perdido estrepitosamente.