EL PASTOR Y LA GOLONDRINA
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Durante un buen rato, Adriano, posó su mirada en
aquel pajarico que descansaba sobre el hilo del tendido de la luz; luego, tornó
su mirada sobre los campos de cereal recién cosechados, el verano ya iba bueno
y la luz del sol se hacía cada día más tenue. A pesar de todo, su fortaleza era
todavía rotunda y el ganado debía de
sestear a pesar de que había pasado lo peor de la canícula. Permanecía de pie
apoyando sus dos manos sobre el bastón mientras silbaba o daba órdenes a su
fiel perro. Otras veces tocaba con su armónica viejas canciones escuchadas en su
pequeño receptor de radio. El olor de la mies cortada por la máquina
cosechadora era diferente según la hora del día o la humedad del ambiente. Acababa
de caer una pequeña tormenta sobre la amplia llanura del Jiloca y, ahora, la
tierra le evocaba sensaciones ya conocidas y deliciosamente entrañables. Vislumbraba a lo lejos el perfil de
los campanarios recortándose sobre el horizonte y un ruido sordo de motores
mortecinos le llegaba desde la autovía Mudéjar. El pajarico permaneció posado
en el hilo sin inmutarse, parecía no tener temor del pastor ni del perro que le
acompañaba. Luego voló describiendo amplios círculos sobre el atajo para, poco
a poco, ir acercándose más y más hacia el joven pastor. Era extraño que un ave migratoria
tomase esas determinaciones tan arriesgadas. El pajarico debía de volver pronto
a África haciendo un largo, arriesgado y duro recorrido. Después de posarse
varias veces sobre el lomo lanudo de sus ovejas, terminó por colocarse sobre su
hombro sin asomo de temor alguno. Adriano giró su cabeza hacia el animal y le
mostró una semilla de trigo colocada en sus labios y sujeta apenas entre sus
rebordes carnosos. El animal, sin prisas, la tomó en su pico y luego voló hasta
el nido construido bajo el alero de la majada. Otras veces, Adriano, le
conseguía pequeños insectos y se los mostraba de la misma forma. El niño y la
golondrina llegaron a establecer un vínculo de intimidad inimaginable para un
ser racional. El animal tenía una confianza absoluta con el pequeño pastor.
Pasaron los días y el pajarico, tras sacar adelante su pollada, debería seguir
el instinto milenario de las aves migratorias. Adriano vio los hilos de la luz
cubiertos de golondrinas dispuestas para el viaje de regreso. Se preparó
mentalmente para dar la despedida a su amiga del verano. Mas, por mucha
atención que puso no llegó a descubrir la posición que su amiga ocupaba en el
alambre. Pensó que ella lo hacía así
para evitar el dolor de una despedida que ninguno deseaba. Una mañana, por fin,
volaron todas hacia el sur. Adriano quedó triste al ver que su amiga había
marchado sin despedirse. Sacó de su bolsillo la armónica y la hizo sonar tierna
y emocionadamente. Las cálidas y suaves notas emitidas, volaron sobre las copas de
los chopos de la ribera y aún más allá del Poyo y de Sierra Menera como intentando alcanzar, con sus sonido, una lejanía que ya se le antojaba imposible. Cayeron de los ojos del niño dos redondas y claras lágrimas de un agua tan pura como las que vierte por sus ojos el Gilo. Al poco, sintió en su redor un aleteo suave y cadenciosos. Intuyó inmediatamente su presencia y observó extasiado como el animal bebía con su pico de sus lágrimas. La golondrina había decidido sacrificar su vida al gélido invierno jilocano, renunciar al ancestral instinto de sus congéneres y permanecer con su amigo todo el tiempo que le fuera posible.
Desde que en el valle se conoce esta historia los niños, al final de verano, cogen sus bicicletas y agitan sus pañuelos al aire cuando ven a las golondrinas posarse en los hilos de la luz y prepararse para iniciar la anual migración.
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