Fray Silvestre Sancho Morales,
O.P.
Autor: Fray Silvestre Sancho
Morales
Categoría: Testimonios
Texto
En la presencia de Dios, y para
que en su día pueda servir a la causa de beatificación y canonización de Mons.
Josemaría Escrivá de Balaguer y Albás, quiero dar testimonio de la eminente y
heroica santidad que vi siempre en sus acciones y palabras. Tengo la seguridad
de que procuro así la gloria de Dios y el bien de la iglesia.
Conocí a Mons. Escrivá de
Balaguer el año 1935. De los años anteriores no puedo aportar testimonio
directo, porque en 1915 salí de España hacia Estados Unidos, y después fui a
Manila, y no regresé hasta veinte años después.
A mi regreso a España en esta
fecha, yo estaba muy interesado por el apostolado con los jóvenes, y por eso me
interesó conocer a las Teresianas; y fui a ver al Padre Poveda y a la señorita
Segovia a la residencia que tenían en la calle Medinaceli, 4, en Madrid. En
aquella visita la señorita Segovia me habló del apostolado que realizaba Mons.
Escrivá de Balaguer con los jóvenes, y me preguntó si quería conocerle. Le
contesté que tendría muchísimo gusto. La señorita Segovia le llamó por
teléfono, y él acudió allí para hablar conmigo. He de decir que el Padre Poveda
quería mucho al Fundador del Opus Dei, y a su vez éste le correspondía con
mucho afecto, y siempre bendecía a Dios ante cualquier apostolado: muchas veces
le he oído decir después cuantos más haya que sirvan al Señor, mejor. No fue
jamás exclusivista, tenía un espíritu muy amplio, un celo infatigable por todas
las almas.
En aquella primera entrevista
hablamos del apostolado con los jóvenes, pero sobre todo recuerdo que quedé
encantado por su modo de ser sumamente abierto, muy alegre, siempre muy alegre.
Por eso yo simpaticé con él desde el primer momento. Pienso que quizá influyese
también el que fuéramos de la misma tierra. Esa primera impresión sobre su
alegría la seguí comprobando después como algo constante en su vida, a la vez
que iba descubriendo el fundamento sobrenatural de su alegre optimismo.
No volvimos a vernos hasta el año
1941. Yo me marché a Filipinas en febrero del 36, porque fui nombrado Rector de
la Universidad de Manila. A finales de 1941 volví a España de vacaciones, pero
ya no pude regresar a Manila porque ocurrió el ataque japonés a la base
norteamericana de Pearl Harbour, en Hawai. Aunque ya tenía el visado para ir a
Filipinas por Estados Unidos, no me fue posible hacerlo, porque estaba cerrado
el Pacífico, el Atlántico y el Mediterráneo. Por eso me quedé en España. Aquí
permanecí diez años hasta que fui nombrado Provincial de los Dominicos en el
Extremo Oriente en 1951.
En esta época es cuando tuve relación más íntima y habitual con el Fundador de la Obra, hasta que él se marchó a Roma en 1946 en donde seguí viéndole periódicamente sobre todo desde 1951 hasta hace pocos años. Al ir a Filipinas y volver iba a visitarle y tenía largas conversaciones con él, que siempre me acercaban más a Dios.
Con frecuencia yo iba a Diego de
León, 14, donde él vivía en Madrid, a confesarme y a hablar con él. Nos unía
una estrecha amistad. Por entonces comencé también a dar clases de Teología
Moral, en ese mismo Centro del Opus Dei, a las primeras promociones de socios
de la Obra que se fueron ordenando de sacerdotes en los años sucesivos.
Como he dicho, le visitaba con
frecuencia para confesarme y estar con el Padre un rato, siempre en plan de
mucha amistad. La impresión que yo tengo de él, es la de un hombre de muchísima
virtud, que, en su sencillez, no exhibía. No puedo destacar ningún detalle
concreto de su profunda humildad, porque su sencillez llenaba su vida de
naturalidad. No sorprendía nada, porque la constante suya era siempre ésta:
sobrenaturalizarlo todo sencillamente, y además alegremente, que es lo más
difícil. Lo suyo no era hacer exhibiciones de humildad.
En aquellos años comprobé que el
Padre predicaba continuamente ejercicios y retiros por toda España a muchos
sacerdotes, aparte de su trabajo con los socios del Opus Dei, y con otros
muchos fieles laicos a los que iba dirigida principalmente su labor sacerdotal.
El Padre alentaba toda vocación
con un espíritu sacerdotal amplio, siempre muy abierto. Tenía amista con muchos
religiosos, como pude ir viendo. Él, más bien trabajaba con el clero secular,
además de con muchos seglares, profesionales y obreros, y mantenía estrecha
relación con los obispos. Concretamente había obispos dominicos que lo querían
muchísimo, por ejemplo, Mons. Barbado que era entonces obispo de Coria, y Mons.
Albino, que lo era de Canarias; también el obispo Polanco de Teruel y Mons.
López Ortiz que eran agustinos; el obispo Mons. Carmelo Ballester, que era
paúl, y que, como yo, se confesaba y se dirigía también con él, y otros muchos.
Acudían tantos a él en busca de dirección espiritual, porque tenía fama bien
ganada de poseer en alto grado el don de consejo, como yo pude comprobar en
esos largos años durante los que fue mi confesor.
Quiero señalar, además, un rasgo,
insólito en aquellos años, que muestra su desprendimiento total de los bienes
de la tierra, que por pocos o pequeños que fueran, ponía siempre al servicio de
la gloria de Dios; en aquellos retiros y ejercicios que daba el Padre a
sacerdotes, seminaristas y otras personas, por toda España, a ruego de los más
diversos obispos, no sólo nunca quiso cobrar nada, ni recibir ningún regalo,
sino que él mismo se pagaba los viajes. Sólo aceptaba cama y comida, muy pobre,
si se la daban. Mostraba así su pureza de intención: quería servir a la
Iglesia, no servirse de ella, ni siquiera en aspectos de suyo legítimos.
El Padre tenía relación con
numerosos sacerdotes, ya que predicaba, como he dicho, por todas partes, a
petición de los obispos. Como predicaba muy bien, muy sobrenaturalmente, y
tenía una vibración apostólica, y era muy alegre y comprensivo, y muy sencillo
y sin recámaras, se hacía amigo de todos, y todos le querían. Yo no supe de
nadie que tuviera enemistad con él personalmente.
El Padre era muy cuidadoso al
hablar del Opus Dei y de sus apostolados. La razón que me daba, y que yo
entendía muy bien, era una razón de prudencia sobrenatural: la Obra está
todavía en gestación, no ha nacido jurídicamente del todo, es como una criatura
non nata; vamos a rezar y a trabajar y a esperar. Cuando me dijo que podíamos
explicar ampliamente el Opus Dei fue al regresar de Roma con el decretum
laudis. Recuerdo que fue en la residencia de Diego de León 14, a donde yo
acudí: ahora, gracias a Dios -me dijo-, sí que podemos hablar del Opus Dei,
porque es una cosa pública; ahora que la Iglesia ha alabado maternalmente a la
Obra, ya no hay dificultad. Porque hasta entonces él repetía, con razón, que
aún no había nacido del todo. Veo en este hecho una manifestación de la
obediencia rendida y heroica, y del hondo amor sumiso de Josemaría a las
decisiones de la autoridad suprema de la Iglesia.
Por eso era una calumnia el
calificativo de masónico que algunos daban a esta natural y sobrenatural
discreción, que duró mientras duraba la gestación, hasta que no habló la Santa
Sede.
Yo comencé a dar las clases de
Teología Dogmática a aquellos primeros grupos de socios del Opus Dei que se
preparaban para el sacerdocio. Los profesores eran, entre otros, un Padre del
Corazón de María que explicaba Dogma, y tres o cuatro Dominicos: si no me
equivoco, el P. Severino Álvarez, que daba Derecho Canónico, El Padre Ortea,
que no recuerdo qué explicaba, y yo que daba Moral. Eran también profesores
Bueno Monreal, futuro Cardenal-Arzobispo de Sevilla; López Ortiz, futuro
Arzobispo Castrense; Máximo Yurramendi, futuro Obispo de Ciudad Rodrigo, etc.
El Padre tenía un gran amor a los estudios eclesiásticos y gran ilusión de
formar muy bien a sus hijos sacerdotes.
Todos los demás socios de la Obra
estaban haciendo los estudios de Filosofía. Yo no sé quiénes eran sus
profesores. Se estaban preparando para los estudios de Teología, que hacen
todos los socios de la Obra, también los laicos
Yo preparé a aquellos primeros
sacerdotes de la Obra, y después vinieron otros, y otros... hasta que dejé de
dar clases porque el Padre contaba ya con profesores de la Obra, que comenzaron
a explicar Teología. Después, en cuanto llegó a Roma, el Padre abrió el Colegio
Romano de la Santa Cruz con alumnos de distintos países, que en esos primeros
años iban a hacer el Doctorado en Teología y Derecho Canónico a las Universidades
Pontificias Romanas, y especialmente al Angelicum.
A mí el Ministro de Educación Nacional, Ibáñez Martín, que era muy amigo mío, me ofreció la Cátedra de Etica de la Universidad de Madrid, que había quedado vacante a la muerte de García Morente, o la de Metafísica, que había tenido Ortega y Gasset. Yo elegí la de Etica, y la de Metafísica se la agregaron a D. Juan Zaragüeta. Por este motivo estuve muy dentro del ambiente universitario, y pude comprobar siempre cómo los socios del Opus Dei que obtuvieron cátedras -por ejemplo, Albareda, Pérez Embid, etc.- las sacaron porque iban muy bien preparados a las oposiciones. Cuando algunos de los socios de la Obra -porque ésa era su vocación profesional- empezaron a trabajar en la Universidad, surgió inexplicablemente una animosidad contra ellos., Eran los años 41, 42... Y una de las acusaciones, y de las más grandes, contra el Opus Dei en aquellos años, era decir que sus socios habían convertido las cátedras universitarias en un coto para ellos, apoyándose entre sí. Esto era totalmente injusto. Una pequeña anécdota que recuerdo a este respecto, es que estando yo en la residencia de Diego de León, 14, llegó Teodoro Ruiz, que estaba haciendo en Madrid oposiciones a cátedra de Derecho Canónico, y comentó que le habían suspendido. El Padre le consoló con cariño, y, entre otras cosas, le dijo que se alegrase porque así se comprobaba una vez más su personal independencia profesional.
Precisamente entonces arreciaba
fuertemente aquella calumnia que propalaban algunos, y que no podía ser más
injusta, pues había comenzado incluso antes de que algún socio de la Obra
hubiera conseguido la primera cátedra. Ignoraban aquellos calumniadores el alto
sentido de la justicia que tenía el Padre, y que le llevaba a vivirla hasta
extremos heroicos: muchas veces noté su silencio en nuestras conversaciones,
cuando salía a relucir una persona a la que él, en justicia, no podía alabar,
pues vivía siempre lo que aconsejaba: cuando no puedas alabar, cállate. Poner
en práctica este consejo, tan difícil, y de un modo constante, durante toda su
vida, como se lo he visto hacer yo, lo considero verdaderamente heroico: es
amar a los hombres, por Dios, de manera nada común, y siempre. Pero llegaba a
extremos más heroicos: hace ya años me dijo que rezaba con igual intensidad y
que ofrecía todos los días en la Santa Misa los mismos sufragios por los que
habían pretendido hacer daño al Opus Dei -de su propia persona nada le
importaba- que los que ofrecía por sus padres, o por sus hijos, los socios del
Opus Dei, vivos o difuntos. Y esto, día tras día, año tras año, al menos
durante los diez últimos años de su vida. Pienso que una caridad vivida en
grado tan perseverante, tan heroico, no es nada común; se leen cosas de este
estilo en la vida de pocos santos, a la imitación de Nuestro Señor Jesucristo
muriendo en la Cruz.
La naturalidad del comportamiento
de sus hijos, fieles corrientes entregados a Dios en el mundo, me la explicaba
el Padre poniéndome como ejemplo algo que yo conocía muy bien, aunque era una
cosa totalmente distinta; me decía: ¿vosotros a los terciarios vuestros les
ponéis un cartel en la espalda que diga: Yo soy terciario dominico? No. ¿Pues
por qué mis hijos se van a poner un cartel en la espalda que diga: yo soy del
Opus Dei?
El Padre también me decía: Mira,
todos los que piden la admisión en el Opus Dei han de conseguir con su trabajo
profesional medios para mantenerse ellos y para sacar adelante los apostolados,
de tal manera que, cuando quieran marcharse, lo puedan hacer tranquilamente, de
modo que los motivos de su perseverancia sean exclusivamente sobrenaturales, ya
que son ciudadanos como los demás: la perseverancia en el Opus Dei, decía, ha
de ser siempre consecuencia de un amor actual, constantemente renovado. No
quiero, me decía, que de ninguno de mis hijos se pueda decir que perseveran por
aquello que pensaba el mayordomo infiel del Evangelio: “quid faciam? Fodere non
valeo, mendicare erubesco?”.
A mí, esta nueva manifestación de
justicia y de prudencia, y sobre todo de amor de Dios me parecía muy
importante, porque sabía de algún religioso que no se salía de su Orden por
miedo. Las puertas deben estar abiertas -me decía el Padre-, para que puedan salirse
cuando quieran. Yo le pregunté una vez: ¿Se te marchan muchos? Y me contestó:
no, gracias a Dios, muy pocos.
Todo esto lo considero como una
manifestación de su amor a la libertad personal, de su fe en los motivos
sobrenaturales para perseverar en la vocación, y de una prudencia muy grande,
que Dios bendecía con vocaciones fieles. Cuando alguno no perseveraba, recuerdo
el dolor del Padre.
No obstante, sé que procuraba por
todos los medios, con mucha oración y mucha penitencia, la fidelidad de sus hijos.
En ocasiones, hizo viajes muy largos, en tercera clase de los trenes de
entonces, y sin dinero ni para comer, porque debía ir a hablar personalmente
con alguno que atravesaba dificultades. Sabía conjugar el respeto a la libertad
con la caridad heroica por todos sus hijos.
Dada mi amistad con el Padre, iba
algunas veces con él a Molinoviejo, que entonces no era todavía una casa de
retiros del Opus Dei. Allí pasábamos algunas horas, y tenía ocasión de ver la
relación del Padre con sus hijos. Yo no identificaba muy bien a todos aquellos
chicos, porque yo tenía más bien relación con el Padre, y no con ellos.
También alguna vez subí, en la
residencia de Diego de León, 14, al tercer piso, que era la zona donde estaban
los estudiantes.
Yo, que conocía ya íntimamente a
Josemaría y que sabía que era realmente un hombre de Dios, muy alegre siempre y
que sabía querer, me sentía impresionado por el clima de cariño y de alegría de
las relaciones del Padre con sus hijos. Él siempre les llamaba hijos; hablaba
constantemente de ellos, diciendo mis hijos. Aquella impresión de santidad
alegre que saqué de mi primera conversación con él, fue haciéndose más profunda
a medida que se estrechaban nuestras relaciones.
Esta alegría constante suya,
estaba enraizada en un profundo espíritu de mortificación. Yo he comprobado
muchas veces su heroica reacción sobrenatural ante el dolor que le producían
las incomprensiones, difamaciones y calumnias de algunos.
Recuerdo que un día, al terminar
mi clase, subí a su cuarto, que estaba junto al oratorio, y le encontré con
mucha pena. Le dije: ¿qué te pasa? Me contestó: No he dormido en toda la noche;
ha sido la noche más dolorosa de mi vida, porque han hecho unas denuncias de
que somos masones. Yo le consolé con cariño, y el Padre me hacía notar que el
posible motivo de la calumnia no podía ser más que la naturalidad con que
vivían sus hijos, fieles corrientes y ciudadanos como los demás, que no
pregonaban su dedicación interior a Dios en la Obra, entonces en gestación
jurídica en la Iglesia.
Le consolé, dándome cuenta de lo
terrible de aquella acusación en aquel momento. Hay que tener en cuenta de que
entonces, en la España de la postguerra, una acusación de comunismo o de
masonería podía ser causa de grave juicio. Ahora es difícil darse cuenta de lo
que significaban acusaciones de este estilo a una institución; ahora quizá no
significan nada, pero entonces eran causa de un desastre. Menos mal que había
mucha gente a su favor, pero algunas personas propalaban esas y otras injustas
acusaciones. El Padre tuvo que sufrir horrores, porque, en esas circunstancias,
podían cerrarle todos los Centros de la Obra y podría destruirse el claro
querer de Dios.
Él tenía muchísima pena porque,
cara a Dios, sabía lo que se jugaba. Tenía pena, pero no amargura, que son
cosas distintas, porque le sostenía una fortísima esperanza en su padre Dios.
Solía recordar y aplicarse que el grano de trigo que muere siempre es fecundo,
y cuando viene un vendaval, una persecución, se lleva el trigo, lo esparce, y
al cabo lo hace fecundo. Su fe y su esperanza sobrenaturales le hacían
olvidarse por completo de su propia persona. Me consta que sólo le movía el
afán de dar gloria a Dios, a quien ofrecía el sacrificio heroico de Abraham,
pidiéndole que destruyera la Obra, si no era para servir a Dios.
Entre otras cosas inexplicables,
le acusaban también de protestantismo. Y otro motivo de difamación fue la Santa
Cruz sin crucifijo que se veneraba y se venera a la entrada de algunos
oratorios de la Obra, y que tan claro y profundo sentido le daba el Padre,
explicando que servía de ascético recordatorio para abrazarse a la cruz de cada
día y para unirse a Jesús crucificado en el trabajo y en la entrega.
En éstas y en otras
circunstancias semejantes, jamás le vi una reacción de rencor. No era él hombre
para eso, sino para comprender, perdonar y olvidar. Reaccionaba siempre
sobrenaturalmente y con mucha mansedumbre. Sin embargo le apenaban esas
actitudes de algunos, porque de ninguna manera había motivo para esas campañas
que hacían daño a las almas y sembraban la desunión en la Iglesia. Gracias a
Dios que todos los obispos, todos, se pusieron de su parte; especialmente le
quería y le bendecía con predilección el Obispo de Madrid, don Leopoldo Eijo y
Garay. El Padre me hablaba muchas veces de su gratitud a las Ordenes religiosas
en España, sobre todo a la de los benedictinos y a la nuestra, que siempre le
habíamos comprendido.
Nuestra Orden siempre le
comprendió. Todos los dominicos siempre estuvimos a su favor. El P. Suárez, que
fue General de la Orden, tenía por él mucha veneración y cariño. Yo, desde el
primer momento en que conocí al Padre, estuve siempre con él; si alguien me
hablaba mal, siempre le defendía, conocedor de la santidad de su vida; y
también defendía a la Obra, porque me encantaba que tuviera ingenieros,
médicos, abogados, etc., dedicados a la vida cristiana, a su propia
santificación y a la santificación de los demás. Todos podíamos comprobar cómo
el Padre actuaba siempre de un modo muy sobrenatural: no buscaba la gloria
humana, sino que su acción procedía naturalmente de lo que llevaba dentro, y
como lo que llevaba dentro era un gran amor a Dios y a todas las almas, eso es
lo que salía. El verdadero espíritu de la Obra fue desde el comienzo promover
la santificación personal a través del trabajo de cada uno.
El Padre tenía una confianza en
Dios total en medio de tantas persecuciones. Él siempre tenía la seguridad
-esto se lo he oído muchísimas veces- de que como la Obra es de Dios, saldría
adelante. Como ha salido providencialmente adelante, es en efecto, como creía
firmísimamente Josemaría, Obra de Dios: esto es una cosa clarísima.
Por aquel entonces surgieron
distintos grupos apostólicos, algunos promovidos por sacerdotes seculares y
otros por religiosos, que comenzaron a trabajar con muy buena voluntad con
seglares, pero que después no han salido adelante, que yo sepa. El Padre se
alegraba mucho y bendecía a Dios por el trabajo apostólico de todos. Siempre
decía: mientras más personas haya que sirvan a Dios, mejor. De manera que jamás
fue exclusivista.
Dentro de su caridad, de su celo
infatigable por todas las almas, tenía un cariño paterno y un entrañable
desvelo por sus hijos. Eran la niña de sus ojos. Los trataba con fortaleza,
exigiéndoles para que fueran santos, pero con la familiaridad de un padre con
sus hijos. A mí me sorprendía este modo de tratarles, sobre todo a aquellos
socios de la Obra que yo tenía en mucho, porque eran catedráticos: para él eran
siempre y principalmente sus hijos. Era muy respetuoso con su libertad y les
quería a todos muchísimo; es natural, porque al fin y al cabo eran sus hijos.
Cuando alguna vez asistí a aquellas tertulias de familia -por ejemplo, una
noche en Molinoviejo, frente a aquellas montañas-, veía con qué alegría trataba
a todos y le decía a uno una cosa, y a otro otra, y siempre en un tono de
familia. Con mucho cariño humano y sobrenatural me hablaba de lo que hacían sus
hijos, incluso de las cosas más corrientes: recuerdo, cuando se arregló la
ermita que está entre los pinares de Molinoviejo, con qué cariño de padre me
decía: mis hijos han arreglado esto. Y lo mismo me dijo cuando estaban
construyendo la casa de retiros que el Opus Dei tiene en la provincia de Ávila.
Cuando murió Isidoro Zorzano, el
Padre dio ejemplo de fortaleza cristiana. Su corazón de padre sentía la gran
pena de la separación. Además, su preocupación por el trabajo apostólico que
aguardaba, le hacía encararse filialmente con el Señor, como intentando
comprender por qué se llevaba a un hombre joven, que tanto podía servirle en la
tierra. Pero inmediatamente aceptaba, sin reservas, la Voluntad de Dios, que
humanamente no entendía, repitiendo una recia y viril jaculatoria: Hágase,
cúmplase, sea alabada y eternamente ensalzada la justísima y amabilísima
voluntad de Dios sobre todas las cosas. Amén. Y el Padre se quedaba
contentísimo, también porque Isidoro Zorzano había muerto como un santo. Ya
tenía un santo en el cielo. Él lo recordaba continuamente y me hablaba de su
hijo, que había muerto.
Yo creo que todos los fundadores
han tenido mucho cariño a sus hijos, y por lo tanto no me extrañaba que él lo
tuviera. Pero me admiraba cómo toda la Obra era verdaderamente una familia
unida, en la que él era el Padre.
Los socios de la Obra le llamaban
Padre, con verdadera veneración y cariño. Nunca Padre Escrivá. Pienso que esto
significa mucho. Todos tenían esa misma impronta de cariño al Padre, de amor y
de veneración hacia él: su paternidad espiritual les estimulaba a acercarse a
Dios y a entregarse a Él.
Al mismo tiempo, les hacía ver
que en una Obra de Dios, nadie era imprescindible, ni siquiera yo, que soy el
Fundador, hago ninguna falta, les explicaba gráficamente, animándoles a confiar
únicamente en Dios.
Lo que fundamentaba su actividad
era una vida de piedad honda, basada en la filiación divina. Hablaba mucho de
oración; su oración personal se manifestaba en una presencia de Dios constante.
Recuerdo especialmente la hondura y piedad con que celebraba la Santa Misa -yo
he asistido en varias ocasiones-; la celebraba con intensidad de oración y pausadamente.
Se veía con claridad que vivía cada una de las ceremonias, y que amaba
hondamente el Santo Sacrificio, poniendo también amor en el cumplimiento fiel
de cada rúbrica. Después de celebrar la Santa Misa, se quedaba siempre recogido
en una íntima acción de gracias.
Las veces que yo comía con él,
que fueron muchas, a lo largo de unos cuarenta años, siempre íbamos después al
oratorio, y allí hacíamos la Visita al Santísimo Sacramento. Tenía un gran amor
a Jesús en la Eucaristía.
En el comportamiento del Padre
todo era manifestación de una vida interior muy intensa, y la vida interior -no
hay que darle vueltas- es la fuente de la santidad. No me detengo en otros
detalles, porque hasta en las cosas más pequeñas se traslucía con naturalidad
su unión con Dios.
El Padre era muy devoto de la
Virgen, mucho, mucho. Conservo su libro sobre el Santo Rosario, que todo él una
prueba viva de su devoción mariana; si no la hubiera tenido, no hubiera escrito
ese libro lleno de una gran ternura con nuestra Madre. Recuerdo, por ejemplo,
cómo contempla las letanías como piropos encendidos a la Virgen.
Repetía que sus tres primeros
grandes amores eran Jesucristo, María y el Papa. Y, verdaderamente era así, con
sus obras. Su confianza en Dios, manifestación de fe y esperanza, era total: se
veía en todas las circunstancias de su vida, hasta en las más pequeñas y
ordinarias; y también, como he dicho antes, en las más duras y dolorosas.
Su confianza en Dios incluía el
continuo recurso a la Virgen y a los Santos, y al trato amistoso con los
Ángeles. A los Ángeles Custodios recurría concretamente -según me explicó- como
a unos aliados poderosos en el apostolado y para promover vocaciones a la Obra.
Su amor al Papa y a la Jerarquía
ordinaria de la Iglesia era rendido, total, y le llevaba a extremos de
confianza y de ponerse en las manos de Dios, a través de sus representantes en
la tierra, verdaderamente heroicos. Recuerdo, por ejemplo, lo que me contó una
vez con enorme alegría sobrenatural, y que me impresionó muchísimo. Me dijo que
el día anterior estaba paseando por las afueras de Madrid con D. Casimiro
Morcillo, entonces Obispo Auxiliar de Madrid. Era el periodo más álgido contra
el Padre, y contra el Opus Dei, porque había personas que no entendían su
predicación infatigable -y llena de profundidad teológica- sobre la llamada
universal a la santidad. Faltaban muchos años para el Concilio Vaticano II, que
incluyó entre sus principales enseñanzas esa predicación del Padre, que ya se
había abierto camino en todo el mundo. Esas personas habían llegado a acusarle
de hereje, al Santo Oficio. Mons. Morcillo, durante ese paseo, le dijo, como si
se le escapase un secreto: “Veremos qué contesta el Santo Oficio”. El Padre le
preguntó: “¿Qué tiene que contestar el Santo Oficio?”. Morcillo, sorprendido, y
triste, repuso: “pero, ¿no sabes que te han acusado como hereje?”. La reacción
del Padre fue instantánea: la alegría del alma le salía por todos los poros del
cuerpo, mientras decía al Obispo Morcillo: “¡Qué alegría me das! ¡Que me han acusado
al Santo Oficio! ¿Y qué me puede venir de mi Madre, la Santa Iglesia, sino el
bien?”.
Esta reacción me recordó a la de
otro santo de mi tierra aragonesa, San José de Calasanz, que se durmió
tranquilamente mientras le interrogaban los jueces de la Santa Inquisición;
sólo que la del Padre Escrivá me pareció mucho más heroica.
Era sumamente sencillo,
comprensivo, sin respetos humanos, sereno, de una gran moderación en todo,
generoso, magnánimo y atento a los detalles pequeños... Estas y otras muchas
virtudes humanas y sobrenaturales las comprobé, y en este testimonio las doy
por supuestas en un hombre de su talla, de su generosa lucha ascética, y de su
espíritu sobrenatural. Fui testigo de la sinceridad de vida con que el Padre
predicaba las virtudes, porque las vivía él mismo. Lo que predicaba lo vivía
heroica y ejemplarmente. Todos los santos viven siempre lo que predican. Era
patente y constante su unidad de vida.
Su sencillez y humildad le
llevaban a desear pasar inadvertido y a considerarse sólo “un pobre pecador que
amaba a Jesucristo”: ésta era la definición que solía dar de sí mismo. Nunca
hizo alarde de nada. A mí siempre me chocó, aunque lo entendía, que no le
hicieran Obispo o Cardenal. Yo esperaba que lo hicieran Cardenal, pero después
he comprendido que no lo fuera, porque él no se preocupó de eso. Estoy seguro
de que, si hubiera querido, le hubieran hecho Cardenal; estoy segurísimo porque
tenía méritos más que suficientes para serlo.
Su modo de vivir la virtud de la
pobreza fue siempre ejemplar y lleno de naturalidad. A la vez era magnánimo.
Era un pobre que amaba y quería vivir la pobreza.
De las mortificaciones personales
que alimentaban su espíritu de penitencia, lógicamente, no me habló nunca; yo
tampoco le preguntaba, como es natural, porque siempre he guardado discreción
en esos temas que son una cosa sagrada. Sí que me habló alguna vez de
mortificaciones y penitencias concretas que sus hijos vivían con naturalidad,
pero subrayando la importancia de las cosas aparentemente pequeñas. Un día me
contó que uno, que era muy desordenado, le había pedido permiso para hacer una
mortificación corporal especialmente dura ofreciéndola por una nueva vocación,
y el Padre le dijo: arregla primero tu armario, y después ya veremos.
Puedo dar testimonio del heroico
espíritu de mortificación y penitencia con que sobrellevaba la injusticia de
aquellas persecuciones a las que me he referido antes, y de la paciencia y alegría
con que soportaba, sin dejarse abatir, los padecimientos físicos, las graves
dolencias que padecía, sin que apenas nos diésemos cuenta los que le tratábamos
tan de cerca. Me consta que predicó muchas veces, con fiebres muy altas, y sus
palabras tenían más vibración sobrenatural, si cabe.
Fue también delicadísimo su modo
de vivir la castidad. Mantuvo siempre una gran separación en el trato con
mujeres, incluso, con las asociadas de la Obra: las atendía siempre y sólo en
el confesonario, nunca vivió en un Centro de la Sección de mujeres, y ni
siquiera las acompañó en viaje alguno. Me dijo, una de las últimas veces que
nos vimos, que en toda su vida no había estado con una mujer a solas, en una
habitación: si alguna vez, por motivos pastorales, fue necesario, siempre -sin
ninguna excepción- había ordenado que la puerta quedara abierta, y con personas
junto a la puerta.
Como fruto de su amor a Dios y de
su vida interior, tenía un incansable celo por todas las almas. A mí me
impresionaba especialmente su apostolado con los sacerdotes diocesanos, y su
amor por ellos, y el deseo de ayudarles. Predicó entonces por todas las
diócesis de España; y hago notar que esta labor pastoral y apostólica la hacía
sin ruido, sin llamar la atención. Esta era una virtud muy suya: no hacer
ruido. Él iba aquí o allá, incansablemente; a veces estaba un tiempo fuera, y
al volver yo le preguntaba: ¿dónde has estado? y entonces me contaba con
sencillez estos trabajos suyos con los sacerdotes diocesanos. Para mí, éste era
un enorme trabajo de mucho bien para las almas, porque ayudando a los
sacerdotes se trabaja para todas las almas. En el Padre se destacaba siempre el
amor a los sacerdotes diocesanos, y éstos le querían mucho, y también nosotros,
los religiosos. Recuerdo el cariño y veneración que le tenía el P. Suárez, que
fue General de mi Orden. El P. Suárez le quería muchísimo a Josemaría, mucho, y
todos nosotros, como he dicho antes.
Siempre era un consuelo hablar
con él por su sentido sobrenatural, y porque siempre estaba alegre y con buen
humor. Para mí ésta es una virtud muy distintiva suya. Era muy alegre. Una
alegría continua, también en medio de las contradicciones, con hondas raíces
sobrenaturales: él mismo me explicaba su alegría fundamentándola en el
conocimiento profundo, que le había dado Dios, de la filiación divina: “que
estén tristes -decía- los que no se consideran hijos de Dios”. Muchas veces me
decía: yo quiero que mis hijos sean muy alegres; y si no están alegres, que se
marchen. Yo pienso que una de las características del Opus Dei es la alegría,
como fruto del ejemplo del Padre. Recuerdo cuando iba por la residencia de
Diego de León, 14, en Madrid, con qué alegría me trataban sus hijos, a los que
yo no conocía; ellos me querían porque sabían que el Padre me quería. Esto,
para mí, es muy importante.
Toda su alegría la veo yo como
una manifestación de la gran fidelidad del Padre a Jesucristo y a su vocación.
Además, sin esa alegría no hubiera sido fiel, no hubiera sido buen instrumento
para hacer la Obra. Tengo para mí que sin esa alegría del Padre, la Obra, en
otras manos, no hubiera salido adelante. Porque la alegría humana y
sobrenatural es parte importante del espíritu del Opus Dei. Me hace entender
mejor esa alegría sobrenatural su profunda humildad: porque la soberbia, aunque
sea en grado mínimo, y la alegría son incompatibles. Josemaría pudo tener
siempre, durante toda su vida -porque cuando yo le conocí, hace cerca de
cuarenta años, ya se veía que esta virtud estaba muy arraigada en su alma- esa
inmensa alegría sobrenatural, porque era extraordinariamente humilde. Se
consideraba un instrumento “pobre e inepto”, como solía decir, en las manos de
Dios. Sólo un pobre instrumento, que tuvo como meta de su vida orar y trabajar
intensamente -para él, el trabajo también era oración, por su rectitud de
intención, y porque me consta que lo hacía todo por amor de Dios- para y por la
Trinidad Beatísima y la salvación de las almas; y, como lema, estas palabras:
“ocultarse y desaparecer, para que sólo Dios se luzca”. Este lema lo practicó
siempre: no hablaba nunca de él, ni buscaba su lucimiento personal, sino que la
gente amase más a Dios y a la Santa Iglesia. Esta conducta practicada de modo
tan constante, sin fallos, y en medio de una predicación y de una vida tan activa,
pienso que denota una humildad y un amor exclusivo a Dios, y a los hombres por
Dios, verdaderamente heroico.
Pienso que, además de sus
virtudes y de su fidelidad a la Voluntad de Dios, el temperamento del Padre, su
modo de ser y su postura ante la vida, y sus privilegiadas cualidades
naturales, formaban parte también de su vocación de instrumento de Dios para
hacer el Opus Dei.
Su misión divina era precisamente
trabajar por Dios en el mundo, acercar a Dios a la gente que vive en medio del
mundo, y llevarlos por los caminos de la vida sobrenatural. Para esta tarea, él
tenía que ser muy abierto, muy alegre, si no, hubiera fracasado completamente.
No podía quedarse encogido: ¿cómo van a marchar detrás de un hombre encogido
gente que vive en el mundo y debe santificarse en su trabajo? Es imposible.
Dada la misión que Dios le había señalado de hacer posible la santificación a
través de todos los trabajos humanos, tenía que ser así, como consecuencia de
su abandono filial en Dios.
Por eso tengo tanto cariño al
Padre, porque he visto que era un hombre santo y muy alegre, ya que, como dice
Santa Teresa, un santo triste es un triste santo.
Yo veo toda su vida encuadrada
heroica y alegremente en la misión que Dios le confió de formar a Cristo en las
almas de los cristianos que viven en el mundo.
Madrid, 15 de agosto de 1976 Fray
Silvestre Sancho Morales, O.P.
(Ex-Rector de la Universidad de Santo Tomás, de Manila, y ex-Provincial de la provincia del Santo Rosario, de Filipinas).