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viernes, 5 de marzo de 2021

Marzo2021/Miscelánea. TESTIMONIO DEL PADRE DOMINICO SILVESTRE SANCHO MORALES PARA LA CAUSA DE LA BEATIFICACIÓN Y CANONIZACIÓN DE JOSEMARÍA ESCRIBA DE BALAGUER FUNDADOR DEL OPUS DEI

Silvestre Sancho Morales
(Fotografía archivo familiar)
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Fray Silvestre Sancho Morales, O.P.

Autor: Fray Silvestre Sancho Morales

Categoría: Testimonios

Texto

En la presencia de Dios, y para que en su día pueda servir a la causa de beatificación y canonización de Mons. Josemaría Escrivá de Balaguer y Albás, quiero dar testimonio de la eminente y heroica santidad que vi siempre en sus acciones y palabras. Tengo la seguridad de que procuro así la gloria de Dios y el bien de la iglesia.

Conocí a Mons. Escrivá de Balaguer el año 1935. De los años anteriores no puedo aportar testimonio directo, porque en 1915 salí de España hacia Estados Unidos, y después fui a Manila, y no regresé hasta veinte años después.

A mi regreso a España en esta fecha, yo estaba muy interesado por el apostolado con los jóvenes, y por eso me interesó conocer a las Teresianas; y fui a ver al Padre Poveda y a la señorita Segovia a la residencia que tenían en la calle Medinaceli, 4, en Madrid. En aquella visita la señorita Segovia me habló del apostolado que realizaba Mons. Escrivá de Balaguer con los jóvenes, y me preguntó si quería conocerle. Le contesté que tendría muchísimo gusto. La señorita Segovia le llamó por teléfono, y él acudió allí para hablar conmigo. He de decir que el Padre Poveda quería mucho al Fundador del Opus Dei, y a su vez éste le correspondía con mucho afecto, y siempre bendecía a Dios ante cualquier apostolado: muchas veces le he oído decir después cuantos más haya que sirvan al Señor, mejor. No fue jamás exclusivista, tenía un espíritu muy amplio, un celo infatigable por todas las almas.

En aquella primera entrevista hablamos del apostolado con los jóvenes, pero sobre todo recuerdo que quedé encantado por su modo de ser sumamente abierto, muy alegre, siempre muy alegre. Por eso yo simpaticé con él desde el primer momento. Pienso que quizá influyese también el que fuéramos de la misma tierra. Esa primera impresión sobre su alegría la seguí comprobando después como algo constante en su vida, a la vez que iba descubriendo el fundamento sobrenatural de su alegre optimismo.

No volvimos a vernos hasta el año 1941. Yo me marché a Filipinas en febrero del 36, porque fui nombrado Rector de la Universidad de Manila. A finales de 1941 volví a España de vacaciones, pero ya no pude regresar a Manila porque ocurrió el ataque japonés a la base norteamericana de Pearl Harbour, en Hawai. Aunque ya tenía el visado para ir a Filipinas por Estados Unidos, no me fue posible hacerlo, porque estaba cerrado el Pacífico, el Atlántico y el Mediterráneo. Por eso me quedé en España. Aquí permanecí diez años hasta que fui nombrado Provincial de los Dominicos en el Extremo Oriente en 1951.

En esta época es cuando tuve relación más íntima y habitual con el Fundador de la Obra, hasta que él se marchó a Roma en 1946 en donde seguí viéndole periódicamente sobre todo desde 1951 hasta hace pocos años. Al ir a Filipinas y volver iba a visitarle y tenía largas conversaciones con él, que siempre me acercaban más a Dios.

Con frecuencia yo iba a Diego de León, 14, donde él vivía en Madrid, a confesarme y a hablar con él. Nos unía una estrecha amistad. Por entonces comencé también a dar clases de Teología Moral, en ese mismo Centro del Opus Dei, a las primeras promociones de socios de la Obra que se fueron ordenando de sacerdotes en los años sucesivos.

Como he dicho, le visitaba con frecuencia para confesarme y estar con el Padre un rato, siempre en plan de mucha amistad. La impresión que yo tengo de él, es la de un hombre de muchísima virtud, que, en su sencillez, no exhibía. No puedo destacar ningún detalle concreto de su profunda humildad, porque su sencillez llenaba su vida de naturalidad. No sorprendía nada, porque la constante suya era siempre ésta: sobrenaturalizarlo todo sencillamente, y además alegremente, que es lo más difícil. Lo suyo no era hacer exhibiciones de humildad.

En aquellos años comprobé que el Padre predicaba continuamente ejercicios y retiros por toda España a muchos sacerdotes, aparte de su trabajo con los socios del Opus Dei, y con otros muchos fieles laicos a los que iba dirigida principalmente su labor sacerdotal.

El Padre alentaba toda vocación con un espíritu sacerdotal amplio, siempre muy abierto. Tenía amista con muchos religiosos, como pude ir viendo. Él, más bien trabajaba con el clero secular, además de con muchos seglares, profesionales y obreros, y mantenía estrecha relación con los obispos. Concretamente había obispos dominicos que lo querían muchísimo, por ejemplo, Mons. Barbado que era entonces obispo de Coria, y Mons. Albino, que lo era de Canarias; también el obispo Polanco de Teruel y Mons. López Ortiz que eran agustinos; el obispo Mons. Carmelo Ballester, que era paúl, y que, como yo, se confesaba y se dirigía también con él, y otros muchos. Acudían tantos a él en busca de dirección espiritual, porque tenía fama bien ganada de poseer en alto grado el don de consejo, como yo pude comprobar en esos largos años durante los que fue mi confesor.

Quiero señalar, además, un rasgo, insólito en aquellos años, que muestra su desprendimiento total de los bienes de la tierra, que por pocos o pequeños que fueran, ponía siempre al servicio de la gloria de Dios; en aquellos retiros y ejercicios que daba el Padre a sacerdotes, seminaristas y otras personas, por toda España, a ruego de los más diversos obispos, no sólo nunca quiso cobrar nada, ni recibir ningún regalo, sino que él mismo se pagaba los viajes. Sólo aceptaba cama y comida, muy pobre, si se la daban. Mostraba así su pureza de intención: quería servir a la Iglesia, no servirse de ella, ni siquiera en aspectos de suyo legítimos.

El Padre tenía relación con numerosos sacerdotes, ya que predicaba, como he dicho, por todas partes, a petición de los obispos. Como predicaba muy bien, muy sobrenaturalmente, y tenía una vibración apostólica, y era muy alegre y comprensivo, y muy sencillo y sin recámaras, se hacía amigo de todos, y todos le querían. Yo no supe de nadie que tuviera enemistad con él personalmente.

El Padre era muy cuidadoso al hablar del Opus Dei y de sus apostolados. La razón que me daba, y que yo entendía muy bien, era una razón de prudencia sobrenatural: la Obra está todavía en gestación, no ha nacido jurídicamente del todo, es como una criatura non nata; vamos a rezar y a trabajar y a esperar. Cuando me dijo que podíamos explicar ampliamente el Opus Dei fue al regresar de Roma con el decretum laudis. Recuerdo que fue en la residencia de Diego de León 14, a donde yo acudí: ahora, gracias a Dios -me dijo-, sí que podemos hablar del Opus Dei, porque es una cosa pública; ahora que la Iglesia ha alabado maternalmente a la Obra, ya no hay dificultad. Porque hasta entonces él repetía, con razón, que aún no había nacido del todo. Veo en este hecho una manifestación de la obediencia rendida y heroica, y del hondo amor sumiso de Josemaría a las decisiones de la autoridad suprema de la Iglesia.

Por eso era una calumnia el calificativo de masónico que algunos daban a esta natural y sobrenatural discreción, que duró mientras duraba la gestación, hasta que no habló la Santa Sede.

Yo comencé a dar las clases de Teología Dogmática a aquellos primeros grupos de socios del Opus Dei que se preparaban para el sacerdocio. Los profesores eran, entre otros, un Padre del Corazón de María que explicaba Dogma, y tres o cuatro Dominicos: si no me equivoco, el P. Severino Álvarez, que daba Derecho Canónico, El Padre Ortea, que no recuerdo qué explicaba, y yo que daba Moral. Eran también profesores Bueno Monreal, futuro Cardenal-Arzobispo de Sevilla; López Ortiz, futuro Arzobispo Castrense; Máximo Yurramendi, futuro Obispo de Ciudad Rodrigo, etc. El Padre tenía un gran amor a los estudios eclesiásticos y gran ilusión de formar muy bien a sus hijos sacerdotes.

Todos los demás socios de la Obra estaban haciendo los estudios de Filosofía. Yo no sé quiénes eran sus profesores. Se estaban preparando para los estudios de Teología, que hacen todos los socios de la Obra, también los laicos

Yo preparé a aquellos primeros sacerdotes de la Obra, y después vinieron otros, y otros... hasta que dejé de dar clases porque el Padre contaba ya con profesores de la Obra, que comenzaron a explicar Teología. Después, en cuanto llegó a Roma, el Padre abrió el Colegio Romano de la Santa Cruz con alumnos de distintos países, que en esos primeros años iban a hacer el Doctorado en Teología y Derecho Canónico a las Universidades Pontificias Romanas, y especialmente al Angelicum.

A mí el Ministro de Educación Nacional, Ibáñez Martín, que era muy amigo mío, me ofreció la Cátedra de Etica de la Universidad de Madrid, que había quedado vacante a la muerte de García Morente, o la de Metafísica, que había tenido Ortega y Gasset. Yo elegí la de Etica, y la de Metafísica se la agregaron a D. Juan Zaragüeta. Por este motivo estuve muy dentro del ambiente universitario, y pude comprobar siempre cómo los socios del Opus Dei que obtuvieron cátedras -por ejemplo, Albareda, Pérez Embid, etc.- las sacaron porque iban muy bien preparados a las oposiciones. Cuando algunos de los socios de la Obra -porque ésa era su vocación profesional- empezaron a trabajar en la Universidad, surgió inexplicablemente una animosidad contra ellos., Eran los años 41, 42... Y una de las acusaciones, y de las más grandes, contra el Opus Dei en aquellos años, era decir que sus socios habían convertido las cátedras universitarias en un coto para ellos, apoyándose entre sí. Esto era totalmente injusto. Una pequeña anécdota que recuerdo a este respecto, es que estando yo en la residencia de Diego de León, 14, llegó Teodoro Ruiz, que estaba haciendo en Madrid oposiciones a cátedra de Derecho Canónico, y comentó que le habían suspendido. El Padre le consoló con cariño, y, entre otras cosas, le dijo que se alegrase porque así se comprobaba una vez más su personal independencia profesional.

Precisamente entonces arreciaba fuertemente aquella calumnia que propalaban algunos, y que no podía ser más injusta, pues había comenzado incluso antes de que algún socio de la Obra hubiera conseguido la primera cátedra. Ignoraban aquellos calumniadores el alto sentido de la justicia que tenía el Padre, y que le llevaba a vivirla hasta extremos heroicos: muchas veces noté su silencio en nuestras conversaciones, cuando salía a relucir una persona a la que él, en justicia, no podía alabar, pues vivía siempre lo que aconsejaba: cuando no puedas alabar, cállate. Poner en práctica este consejo, tan difícil, y de un modo constante, durante toda su vida, como se lo he visto hacer yo, lo considero verdaderamente heroico: es amar a los hombres, por Dios, de manera nada común, y siempre. Pero llegaba a extremos más heroicos: hace ya años me dijo que rezaba con igual intensidad y que ofrecía todos los días en la Santa Misa los mismos sufragios por los que habían pretendido hacer daño al Opus Dei -de su propia persona nada le importaba- que los que ofrecía por sus padres, o por sus hijos, los socios del Opus Dei, vivos o difuntos. Y esto, día tras día, año tras año, al menos durante los diez últimos años de su vida. Pienso que una caridad vivida en grado tan perseverante, tan heroico, no es nada común; se leen cosas de este estilo en la vida de pocos santos, a la imitación de Nuestro Señor Jesucristo muriendo en la Cruz.

La naturalidad del comportamiento de sus hijos, fieles corrientes entregados a Dios en el mundo, me la explicaba el Padre poniéndome como ejemplo algo que yo conocía muy bien, aunque era una cosa totalmente distinta; me decía: ¿vosotros a los terciarios vuestros les ponéis un cartel en la espalda que diga: Yo soy terciario dominico? No. ¿Pues por qué mis hijos se van a poner un cartel en la espalda que diga: yo soy del Opus Dei?

El Padre también me decía: Mira, todos los que piden la admisión en el Opus Dei han de conseguir con su trabajo profesional medios para mantenerse ellos y para sacar adelante los apostolados, de tal manera que, cuando quieran marcharse, lo puedan hacer tranquilamente, de modo que los motivos de su perseverancia sean exclusivamente sobrenaturales, ya que son ciudadanos como los demás: la perseverancia en el Opus Dei, decía, ha de ser siempre consecuencia de un amor actual, constantemente renovado. No quiero, me decía, que de ninguno de mis hijos se pueda decir que perseveran por aquello que pensaba el mayordomo infiel del Evangelio: “quid faciam? Fodere non valeo, mendicare erubesco?”.

A mí, esta nueva manifestación de justicia y de prudencia, y sobre todo de amor de Dios me parecía muy importante, porque sabía de algún religioso que no se salía de su Orden por miedo. Las puertas deben estar abiertas -me decía el Padre-, para que puedan salirse cuando quieran. Yo le pregunté una vez: ¿Se te marchan muchos? Y me contestó: no, gracias a Dios, muy pocos.

Todo esto lo considero como una manifestación de su amor a la libertad personal, de su fe en los motivos sobrenaturales para perseverar en la vocación, y de una prudencia muy grande, que Dios bendecía con vocaciones fieles. Cuando alguno no perseveraba, recuerdo el dolor del Padre.

No obstante, sé que procuraba por todos los medios, con mucha oración y mucha penitencia, la fidelidad de sus hijos. En ocasiones, hizo viajes muy largos, en tercera clase de los trenes de entonces, y sin dinero ni para comer, porque debía ir a hablar personalmente con alguno que atravesaba dificultades. Sabía conjugar el respeto a la libertad con la caridad heroica por todos sus hijos.

Dada mi amistad con el Padre, iba algunas veces con él a Molinoviejo, que entonces no era todavía una casa de retiros del Opus Dei. Allí pasábamos algunas horas, y tenía ocasión de ver la relación del Padre con sus hijos. Yo no identificaba muy bien a todos aquellos chicos, porque yo tenía más bien relación con el Padre, y no con ellos.

También alguna vez subí, en la residencia de Diego de León, 14, al tercer piso, que era la zona donde estaban los estudiantes.

Yo, que conocía ya íntimamente a Josemaría y que sabía que era realmente un hombre de Dios, muy alegre siempre y que sabía querer, me sentía impresionado por el clima de cariño y de alegría de las relaciones del Padre con sus hijos. Él siempre les llamaba hijos; hablaba constantemente de ellos, diciendo mis hijos. Aquella impresión de santidad alegre que saqué de mi primera conversación con él, fue haciéndose más profunda a medida que se estrechaban nuestras relaciones.

Esta alegría constante suya, estaba enraizada en un profundo espíritu de mortificación. Yo he comprobado muchas veces su heroica reacción sobrenatural ante el dolor que le producían las incomprensiones, difamaciones y calumnias de algunos.

Recuerdo que un día, al terminar mi clase, subí a su cuarto, que estaba junto al oratorio, y le encontré con mucha pena. Le dije: ¿qué te pasa? Me contestó: No he dormido en toda la noche; ha sido la noche más dolorosa de mi vida, porque han hecho unas denuncias de que somos masones. Yo le consolé con cariño, y el Padre me hacía notar que el posible motivo de la calumnia no podía ser más que la naturalidad con que vivían sus hijos, fieles corrientes y ciudadanos como los demás, que no pregonaban su dedicación interior a Dios en la Obra, entonces en gestación jurídica en la Iglesia.

Le consolé, dándome cuenta de lo terrible de aquella acusación en aquel momento. Hay que tener en cuenta de que entonces, en la España de la postguerra, una acusación de comunismo o de masonería podía ser causa de grave juicio. Ahora es difícil darse cuenta de lo que significaban acusaciones de este estilo a una institución; ahora quizá no significan nada, pero entonces eran causa de un desastre. Menos mal que había mucha gente a su favor, pero algunas personas propalaban esas y otras injustas acusaciones. El Padre tuvo que sufrir horrores, porque, en esas circunstancias, podían cerrarle todos los Centros de la Obra y podría destruirse el claro querer de Dios.

Él tenía muchísima pena porque, cara a Dios, sabía lo que se jugaba. Tenía pena, pero no amargura, que son cosas distintas, porque le sostenía una fortísima esperanza en su padre Dios. Solía recordar y aplicarse que el grano de trigo que muere siempre es fecundo, y cuando viene un vendaval, una persecución, se lleva el trigo, lo esparce, y al cabo lo hace fecundo. Su fe y su esperanza sobrenaturales le hacían olvidarse por completo de su propia persona. Me consta que sólo le movía el afán de dar gloria a Dios, a quien ofrecía el sacrificio heroico de Abraham, pidiéndole que destruyera la Obra, si no era para servir a Dios.

Entre otras cosas inexplicables, le acusaban también de protestantismo. Y otro motivo de difamación fue la Santa Cruz sin crucifijo que se veneraba y se venera a la entrada de algunos oratorios de la Obra, y que tan claro y profundo sentido le daba el Padre, explicando que servía de ascético recordatorio para abrazarse a la cruz de cada día y para unirse a Jesús crucificado en el trabajo y en la entrega.

En éstas y en otras circunstancias semejantes, jamás le vi una reacción de rencor. No era él hombre para eso, sino para comprender, perdonar y olvidar. Reaccionaba siempre sobrenaturalmente y con mucha mansedumbre. Sin embargo le apenaban esas actitudes de algunos, porque de ninguna manera había motivo para esas campañas que hacían daño a las almas y sembraban la desunión en la Iglesia. Gracias a Dios que todos los obispos, todos, se pusieron de su parte; especialmente le quería y le bendecía con predilección el Obispo de Madrid, don Leopoldo Eijo y Garay. El Padre me hablaba muchas veces de su gratitud a las Ordenes religiosas en España, sobre todo a la de los benedictinos y a la nuestra, que siempre le habíamos comprendido.

Nuestra Orden siempre le comprendió. Todos los dominicos siempre estuvimos a su favor. El P. Suárez, que fue General de la Orden, tenía por él mucha veneración y cariño. Yo, desde el primer momento en que conocí al Padre, estuve siempre con él; si alguien me hablaba mal, siempre le defendía, conocedor de la santidad de su vida; y también defendía a la Obra, porque me encantaba que tuviera ingenieros, médicos, abogados, etc., dedicados a la vida cristiana, a su propia santificación y a la santificación de los demás. Todos podíamos comprobar cómo el Padre actuaba siempre de un modo muy sobrenatural: no buscaba la gloria humana, sino que su acción procedía naturalmente de lo que llevaba dentro, y como lo que llevaba dentro era un gran amor a Dios y a todas las almas, eso es lo que salía. El verdadero espíritu de la Obra fue desde el comienzo promover la santificación personal a través del trabajo de cada uno.

El Padre tenía una confianza en Dios total en medio de tantas persecuciones. Él siempre tenía la seguridad -esto se lo he oído muchísimas veces- de que como la Obra es de Dios, saldría adelante. Como ha salido providencialmente adelante, es en efecto, como creía firmísimamente Josemaría, Obra de Dios: esto es una cosa clarísima.

Por aquel entonces surgieron distintos grupos apostólicos, algunos promovidos por sacerdotes seculares y otros por religiosos, que comenzaron a trabajar con muy buena voluntad con seglares, pero que después no han salido adelante, que yo sepa. El Padre se alegraba mucho y bendecía a Dios por el trabajo apostólico de todos. Siempre decía: mientras más personas haya que sirvan a Dios, mejor. De manera que jamás fue exclusivista.

Dentro de su caridad, de su celo infatigable por todas las almas, tenía un cariño paterno y un entrañable desvelo por sus hijos. Eran la niña de sus ojos. Los trataba con fortaleza, exigiéndoles para que fueran santos, pero con la familiaridad de un padre con sus hijos. A mí me sorprendía este modo de tratarles, sobre todo a aquellos socios de la Obra que yo tenía en mucho, porque eran catedráticos: para él eran siempre y principalmente sus hijos. Era muy respetuoso con su libertad y les quería a todos muchísimo; es natural, porque al fin y al cabo eran sus hijos. Cuando alguna vez asistí a aquellas tertulias de familia -por ejemplo, una noche en Molinoviejo, frente a aquellas montañas-, veía con qué alegría trataba a todos y le decía a uno una cosa, y a otro otra, y siempre en un tono de familia. Con mucho cariño humano y sobrenatural me hablaba de lo que hacían sus hijos, incluso de las cosas más corrientes: recuerdo, cuando se arregló la ermita que está entre los pinares de Molinoviejo, con qué cariño de padre me decía: mis hijos han arreglado esto. Y lo mismo me dijo cuando estaban construyendo la casa de retiros que el Opus Dei tiene en la provincia de Ávila.

Cuando murió Isidoro Zorzano, el Padre dio ejemplo de fortaleza cristiana. Su corazón de padre sentía la gran pena de la separación. Además, su preocupación por el trabajo apostólico que aguardaba, le hacía encararse filialmente con el Señor, como intentando comprender por qué se llevaba a un hombre joven, que tanto podía servirle en la tierra. Pero inmediatamente aceptaba, sin reservas, la Voluntad de Dios, que humanamente no entendía, repitiendo una recia y viril jaculatoria: Hágase, cúmplase, sea alabada y eternamente ensalzada la justísima y amabilísima voluntad de Dios sobre todas las cosas. Amén. Y el Padre se quedaba contentísimo, también porque Isidoro Zorzano había muerto como un santo. Ya tenía un santo en el cielo. Él lo recordaba continuamente y me hablaba de su hijo, que había muerto.

Yo creo que todos los fundadores han tenido mucho cariño a sus hijos, y por lo tanto no me extrañaba que él lo tuviera. Pero me admiraba cómo toda la Obra era verdaderamente una familia unida, en la que él era el Padre.

Los socios de la Obra le llamaban Padre, con verdadera veneración y cariño. Nunca Padre Escrivá. Pienso que esto significa mucho. Todos tenían esa misma impronta de cariño al Padre, de amor y de veneración hacia él: su paternidad espiritual les estimulaba a acercarse a Dios y a entregarse a Él.

Al mismo tiempo, les hacía ver que en una Obra de Dios, nadie era imprescindible, ni siquiera yo, que soy el Fundador, hago ninguna falta, les explicaba gráficamente, animándoles a confiar únicamente en Dios.

Lo que fundamentaba su actividad era una vida de piedad honda, basada en la filiación divina. Hablaba mucho de oración; su oración personal se manifestaba en una presencia de Dios constante. Recuerdo especialmente la hondura y piedad con que celebraba la Santa Misa -yo he asistido en varias ocasiones-; la celebraba con intensidad de oración y pausadamente. Se veía con claridad que vivía cada una de las ceremonias, y que amaba hondamente el Santo Sacrificio, poniendo también amor en el cumplimiento fiel de cada rúbrica. Después de celebrar la Santa Misa, se quedaba siempre recogido en una íntima acción de gracias.

Las veces que yo comía con él, que fueron muchas, a lo largo de unos cuarenta años, siempre íbamos después al oratorio, y allí hacíamos la Visita al Santísimo Sacramento. Tenía un gran amor a Jesús en la Eucaristía.

En el comportamiento del Padre todo era manifestación de una vida interior muy intensa, y la vida interior -no hay que darle vueltas- es la fuente de la santidad. No me detengo en otros detalles, porque hasta en las cosas más pequeñas se traslucía con naturalidad su unión con Dios.

El Padre era muy devoto de la Virgen, mucho, mucho. Conservo su libro sobre el Santo Rosario, que todo él una prueba viva de su devoción mariana; si no la hubiera tenido, no hubiera escrito ese libro lleno de una gran ternura con nuestra Madre. Recuerdo, por ejemplo, cómo contempla las letanías como piropos encendidos a la Virgen.

Repetía que sus tres primeros grandes amores eran Jesucristo, María y el Papa. Y, verdaderamente era así, con sus obras. Su confianza en Dios, manifestación de fe y esperanza, era total: se veía en todas las circunstancias de su vida, hasta en las más pequeñas y ordinarias; y también, como he dicho antes, en las más duras y dolorosas.

Su confianza en Dios incluía el continuo recurso a la Virgen y a los Santos, y al trato amistoso con los Ángeles. A los Ángeles Custodios recurría concretamente -según me explicó- como a unos aliados poderosos en el apostolado y para promover vocaciones a la Obra.

Su amor al Papa y a la Jerarquía ordinaria de la Iglesia era rendido, total, y le llevaba a extremos de confianza y de ponerse en las manos de Dios, a través de sus representantes en la tierra, verdaderamente heroicos. Recuerdo, por ejemplo, lo que me contó una vez con enorme alegría sobrenatural, y que me impresionó muchísimo. Me dijo que el día anterior estaba paseando por las afueras de Madrid con D. Casimiro Morcillo, entonces Obispo Auxiliar de Madrid. Era el periodo más álgido contra el Padre, y contra el Opus Dei, porque había personas que no entendían su predicación infatigable -y llena de profundidad teológica- sobre la llamada universal a la santidad. Faltaban muchos años para el Concilio Vaticano II, que incluyó entre sus principales enseñanzas esa predicación del Padre, que ya se había abierto camino en todo el mundo. Esas personas habían llegado a acusarle de hereje, al Santo Oficio. Mons. Morcillo, durante ese paseo, le dijo, como si se le escapase un secreto: “Veremos qué contesta el Santo Oficio”. El Padre le preguntó: “¿Qué tiene que contestar el Santo Oficio?”. Morcillo, sorprendido, y triste, repuso: “pero, ¿no sabes que te han acusado como hereje?”. La reacción del Padre fue instantánea: la alegría del alma le salía por todos los poros del cuerpo, mientras decía al Obispo Morcillo: “¡Qué alegría me das! ¡Que me han acusado al Santo Oficio! ¿Y qué me puede venir de mi Madre, la Santa Iglesia, sino el bien?”.

Esta reacción me recordó a la de otro santo de mi tierra aragonesa, San José de Calasanz, que se durmió tranquilamente mientras le interrogaban los jueces de la Santa Inquisición; sólo que la del Padre Escrivá me pareció mucho más heroica.

Era sumamente sencillo, comprensivo, sin respetos humanos, sereno, de una gran moderación en todo, generoso, magnánimo y atento a los detalles pequeños... Estas y otras muchas virtudes humanas y sobrenaturales las comprobé, y en este testimonio las doy por supuestas en un hombre de su talla, de su generosa lucha ascética, y de su espíritu sobrenatural. Fui testigo de la sinceridad de vida con que el Padre predicaba las virtudes, porque las vivía él mismo. Lo que predicaba lo vivía heroica y ejemplarmente. Todos los santos viven siempre lo que predican. Era patente y constante su unidad de vida.

Su sencillez y humildad le llevaban a desear pasar inadvertido y a considerarse sólo “un pobre pecador que amaba a Jesucristo”: ésta era la definición que solía dar de sí mismo. Nunca hizo alarde de nada. A mí siempre me chocó, aunque lo entendía, que no le hicieran Obispo o Cardenal. Yo esperaba que lo hicieran Cardenal, pero después he comprendido que no lo fuera, porque él no se preocupó de eso. Estoy seguro de que, si hubiera querido, le hubieran hecho Cardenal; estoy segurísimo porque tenía méritos más que suficientes para serlo.

Su modo de vivir la virtud de la pobreza fue siempre ejemplar y lleno de naturalidad. A la vez era magnánimo. Era un pobre que amaba y quería vivir la pobreza.

De las mortificaciones personales que alimentaban su espíritu de penitencia, lógicamente, no me habló nunca; yo tampoco le preguntaba, como es natural, porque siempre he guardado discreción en esos temas que son una cosa sagrada. Sí que me habló alguna vez de mortificaciones y penitencias concretas que sus hijos vivían con naturalidad, pero subrayando la importancia de las cosas aparentemente pequeñas. Un día me contó que uno, que era muy desordenado, le había pedido permiso para hacer una mortificación corporal especialmente dura ofreciéndola por una nueva vocación, y el Padre le dijo: arregla primero tu armario, y después ya veremos.

Puedo dar testimonio del heroico espíritu de mortificación y penitencia con que sobrellevaba la injusticia de aquellas persecuciones a las que me he referido antes, y de la paciencia y alegría con que soportaba, sin dejarse abatir, los padecimientos físicos, las graves dolencias que padecía, sin que apenas nos diésemos cuenta los que le tratábamos tan de cerca. Me consta que predicó muchas veces, con fiebres muy altas, y sus palabras tenían más vibración sobrenatural, si cabe.

Fue también delicadísimo su modo de vivir la castidad. Mantuvo siempre una gran separación en el trato con mujeres, incluso, con las asociadas de la Obra: las atendía siempre y sólo en el confesonario, nunca vivió en un Centro de la Sección de mujeres, y ni siquiera las acompañó en viaje alguno. Me dijo, una de las últimas veces que nos vimos, que en toda su vida no había estado con una mujer a solas, en una habitación: si alguna vez, por motivos pastorales, fue necesario, siempre -sin ninguna excepción- había ordenado que la puerta quedara abierta, y con personas junto a la puerta.

Como fruto de su amor a Dios y de su vida interior, tenía un incansable celo por todas las almas. A mí me impresionaba especialmente su apostolado con los sacerdotes diocesanos, y su amor por ellos, y el deseo de ayudarles. Predicó entonces por todas las diócesis de España; y hago notar que esta labor pastoral y apostólica la hacía sin ruido, sin llamar la atención. Esta era una virtud muy suya: no hacer ruido. Él iba aquí o allá, incansablemente; a veces estaba un tiempo fuera, y al volver yo le preguntaba: ¿dónde has estado? y entonces me contaba con sencillez estos trabajos suyos con los sacerdotes diocesanos. Para mí, éste era un enorme trabajo de mucho bien para las almas, porque ayudando a los sacerdotes se trabaja para todas las almas. En el Padre se destacaba siempre el amor a los sacerdotes diocesanos, y éstos le querían mucho, y también nosotros, los religiosos. Recuerdo el cariño y veneración que le tenía el P. Suárez, que fue General de mi Orden. El P. Suárez le quería muchísimo a Josemaría, mucho, y todos nosotros, como he dicho antes.

Siempre era un consuelo hablar con él por su sentido sobrenatural, y porque siempre estaba alegre y con buen humor. Para mí ésta es una virtud muy distintiva suya. Era muy alegre. Una alegría continua, también en medio de las contradicciones, con hondas raíces sobrenaturales: él mismo me explicaba su alegría fundamentándola en el conocimiento profundo, que le había dado Dios, de la filiación divina: “que estén tristes -decía- los que no se consideran hijos de Dios”. Muchas veces me decía: yo quiero que mis hijos sean muy alegres; y si no están alegres, que se marchen. Yo pienso que una de las características del Opus Dei es la alegría, como fruto del ejemplo del Padre. Recuerdo cuando iba por la residencia de Diego de León, 14, en Madrid, con qué alegría me trataban sus hijos, a los que yo no conocía; ellos me querían porque sabían que el Padre me quería. Esto, para mí, es muy importante.

Toda su alegría la veo yo como una manifestación de la gran fidelidad del Padre a Jesucristo y a su vocación. Además, sin esa alegría no hubiera sido fiel, no hubiera sido buen instrumento para hacer la Obra. Tengo para mí que sin esa alegría del Padre, la Obra, en otras manos, no hubiera salido adelante. Porque la alegría humana y sobrenatural es parte importante del espíritu del Opus Dei. Me hace entender mejor esa alegría sobrenatural su profunda humildad: porque la soberbia, aunque sea en grado mínimo, y la alegría son incompatibles. Josemaría pudo tener siempre, durante toda su vida -porque cuando yo le conocí, hace cerca de cuarenta años, ya se veía que esta virtud estaba muy arraigada en su alma- esa inmensa alegría sobrenatural, porque era extraordinariamente humilde. Se consideraba un instrumento “pobre e inepto”, como solía decir, en las manos de Dios. Sólo un pobre instrumento, que tuvo como meta de su vida orar y trabajar intensamente -para él, el trabajo también era oración, por su rectitud de intención, y porque me consta que lo hacía todo por amor de Dios- para y por la Trinidad Beatísima y la salvación de las almas; y, como lema, estas palabras: “ocultarse y desaparecer, para que sólo Dios se luzca”. Este lema lo practicó siempre: no hablaba nunca de él, ni buscaba su lucimiento personal, sino que la gente amase más a Dios y a la Santa Iglesia. Esta conducta practicada de modo tan constante, sin fallos, y en medio de una predicación y de una vida tan activa, pienso que denota una humildad y un amor exclusivo a Dios, y a los hombres por Dios, verdaderamente heroico.

Pienso que, además de sus virtudes y de su fidelidad a la Voluntad de Dios, el temperamento del Padre, su modo de ser y su postura ante la vida, y sus privilegiadas cualidades naturales, formaban parte también de su vocación de instrumento de Dios para hacer el Opus Dei.

Su misión divina era precisamente trabajar por Dios en el mundo, acercar a Dios a la gente que vive en medio del mundo, y llevarlos por los caminos de la vida sobrenatural. Para esta tarea, él tenía que ser muy abierto, muy alegre, si no, hubiera fracasado completamente. No podía quedarse encogido: ¿cómo van a marchar detrás de un hombre encogido gente que vive en el mundo y debe santificarse en su trabajo? Es imposible. Dada la misión que Dios le había señalado de hacer posible la santificación a través de todos los trabajos humanos, tenía que ser así, como consecuencia de su abandono filial en Dios.

Por eso tengo tanto cariño al Padre, porque he visto que era un hombre santo y muy alegre, ya que, como dice Santa Teresa, un santo triste es un triste santo.

Yo veo toda su vida encuadrada heroica y alegremente en la misión que Dios le confió de formar a Cristo en las almas de los cristianos que viven en el mundo.

Madrid, 15 de agosto de 1976 Fray Silvestre Sancho Morales, O.P.

(Ex-Rector de la Universidad de Santo Tomás, de Manila, y ex-Provincial de la provincia del Santo Rosario, de Filipinas).

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