Vistas de página en total

martes, 14 de enero de 2020

Enero2020/Miscelánea. EL SANTO GRIAL EN LA BATALLA DE CUTANDA (AÑO DEL SEÑOR DE 1120)


EL SANTO GRIAL
*
Por Chusé María Cebrián Muñoz
*
Estamos a día 17 de junio de 1120. El ejército de Alfonso I el Batallador, reforzado con seiscientos caballeros traídos por el duque Guillermo de Aquitania, planta cara a los almorávides en Cutanda. Esta batalla fue una de las más relevantes de la historia de Aragón y, una vez ganada, quedó para los cristianos todo el valle del Jiloca y del Jalón. Se planteó teniendo como cabeza de puente a las localidades de Ricla y Cariñena. Desde Ricla se acosaba a los musulmanes de Calatayud con el objeto de que el ejército cristiano no fuera sorprendido por la retaguardia. Por Cariñena se lanzó el grueso del ejército al otro lado de la sierra de Algairén. Ambos contendientes habrían de medir sus fuerzas en los confines de Campo Romanos. En Encinacorba se había instalado la vanguardia del ejército cristiano formada por almogávares a pie, aquitanos a caballo y caballeros templarios. Estos últimos, mitad soldados mitad freires, eran la mano derecha del rey, a quien, a menudo, gustaba entrar en batalla junto a ellos. Los más ardientes guerreros de las tropas del Batallador reparaban sus armas en la fragua, escupían sobre el acero rusiente y blasfemaban continuamente dando una sensación de rudeza y tosquedad premeditada. Había en el aire rumores de batalla y ánimos inquietos y enardecidos. El vino de la tierra corría sin tiento por las gargantas rudas y resecas de aquellos hombres violentos. Las prostitutas daban el último respiro de placer a aquellos que tan pocas esperanzas de vida albergaban. Crecía el temor frente a los temibles sarracenos curtidos en el rigor del desierto africano. Eran gentes llegadas a la ribera del río Frasno a través de polvorientos caminos y desde los lugares más apartados de la cristiandad. El castillo, único edificio con cierta relevancia, bullía con el gentío tramenando en los patios y en las cuadras de los animales. Allí, como en una torre de Babel, se escuchaban las lenguas de todos los países y culturas de la Marca Hispana. Los había que hablaban el occitano; otros, el latín; los más, una miscelánea de lenguas románicas y pocos, la lengua de los vascones o la arábiga. Los espías del ejército cristiano avisaron el día 14 de junio de que la vanguardia mora había sido avistada más allá de Campo Romanos, muy cerca de la Canal de Celfa. Era la señal esperada por el rey, que mandó, con gran presteza, que subieran a Encinacorba el Santo Grial. Para el día 16, el obispo García de Jaca hizo preparar un altar en medio del patio de armas del castillo, no lejos de una enorme encina cuyo tronco había sido herido por un rayo. Colocó en el centro del altar el Santo Cáliz y lo cubrió con la patena. A continuación, y en presencia de su rey postrado de rodillas, comenzó el sacrificio de la misa. Cuando el obispo alzó el Cáliz para la conversión del vino en sangre de Cristo, se produjo el más impresionante y conmovedor silencio jamás visto. Una rayo de luz partió las nubes que oscurecían el día y se proyectó sobre el vaso de ágata que el obispo sostenía con sus manos, despidiendo en la plaza, un arco iris de azulados colores. Intuyeron que era una señal del cielo y presagio de una victoria segura. Rompiendo inesperadamente el silencio, aquellos duros guerreros gritaron al unísono «¡Aragón, Aragón!» y «¡Desperta ferro!» Golpearon las espadas sobre los escudos y el eco del sonido metálico se sintió en toda la sierra de Algairén. Aquel día toda la vanguardia del ejército del rey Alfonso confesó, comulgó y juró su Fe en Cristo. Al día siguiente, con el cuerpo y el alma preparados para el combate, las tropas coronaron el Alto de San Martín y otearon las llanuras de Campo Romanos. Atrás quedaban los verdes viñedos cubriendo el fértil valle de las lagunas. Eran mediados de junio y aquel mar de cereal que atravesaban iba perdiendo su primaveral verdor para cubrirse de su dorado manto veraniego. El encuentro con los almorávides fue terrible y cruel. Las espadas evocaban la corbella del celtíbero cortando la mies. Cabezas cortadas, brazos y piernas amputadas y hombres como fieras con los ojos fuera de sus órbitas. Cientos fueron los muertos, heridos y mutilados que yacían sobre el campo de batalla. Tal fue la dureza del choque que pervive por los siglos en la expresión: «Peor fue la de Cutanda». El rey aragonés logró una formidable victoria, definitiva para la reconquista aragonesa. A partir de esa fecha, el «Cáliz de la vida» que trajera San Lorenzo hasta San Juan de la Peña fue talismán para los reyes de Aragón en las batallas. Y la Corona de Aragón se extendió por el Mediterráneo como un imperio.
***
**
*