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martes, 14 de enero de 2025

Enero2025/Miscelánea. MIGUEL GÓMEZ GARCÍA, PADRE PAUL, NACIDO EN TORTAJADA (TERUEL)

MIGUEL GÓMEZ GARCÍA

(Tortajada, 29 de Septiembre de 1918 – Pamplona, 3 de julio de 2000)

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Nos hemos reunido en esta clara mañana de julio para celebrar el funeral por el eterno descanso de nuestro hermano, el P. Miguel Gómez García, que fallecía el lunes, día 3, en esta ciudad de Pamplona a los 81 años de edad. Hace apenas dos meses que el proceso de su enfermedad entraba en una fase más acelerada que iba apagando su vida. Por eso, no nos ha sorprendido su muerte; aunque nos produce, eso sí, un sentimiento de pena por lo que tiene de despedida.

Había nacido el P. Miguel en el pequeño pueblo de Tortajada (Teruel) el 29 de Septiembre de 1918. Fueron sus padres D. José y Dña Teodora, que sacaron adelante una nume­rosa familia de 10 hermanos. En 1930, comenzó el P. Miguel los estudios de Humanidades en nuestra casa de Teruel, continuándolos a partir de 1932 en la de Guadalajara. En 1934 es reci­bido en Hortaleza (Madrid) para hacer el Noviciado, que prosigue en la casa de Tardajos (Burgos). Los estudios de Filosofía los realiza después en Villafranca del Bierzo (León), aun­que un tanto alterados por las obligaciones del Servicio militar a que se ve llamado en los días duros de nuestra guerra civil. Desde 1940 cursa en Cuenca los estudios de Teología hasta ser ordenado sacerdote en nuestra Basílica de la Milagrosa en Madrid el 15 de Agosto de 1943.

A partir de esta fecha, veinte son los años que el P. Miguel pasa en distintos lu­gares en las islas Canarias: primero en La Orotava como coadjutor entre 1943 y 1949; después en Las Palmas del 49 al 59; dos años más en La Laguna; para volver de nuevo entre 1961 y 1964 a La Orotava como superior de la comunidad. Nombrado en este último año como párro­co y superior en Sevilla, ha de trasladarse, sin embargo, a Pamplona por haber sido designado Director de las Hijas de la Caridad en la recién estrenada Provincia de Pamplona, servicio al que se entrega hasta 1977. Tras un Curso de actualización teológica en Madrid, es destinado en 1978 a la casa de Cartagena, donde trabaja como coadjutor de nuestra parroquia y ejerce su ministerio sacerdotal hasta 1998. En este año, y por motivos de salud, viene a esta comunidad de Pamplona-Residencia en la que ha procurado hasta el final ofrecer sus servicios pastorales, sobre todo a través de la celebración del sacramento de la Penitencia.

Dos ministerios resaltan en el quehacer sacerdotal del P. Miguel: su dedicación a la pastoral en las parroquias y su atención al crecimiento espiritual de las Hijas de la Cari­dad. En los dos ministerios ha destacado por su sentido sacerdotal y por el cultivo de las virtudes propias de nuestro ser vicenciano. Ha habido, además, otras virtudes que yo he observado en mis relaciones con el P. Miguel: su delicado respeto en el trato, su celo sacerdotal y su pro­funda piedad.

Ha sido un hombre cortés y educado que se interesaba por las cosas de la co­munidad y procuraba aportar sus características. Me preguntaba siempre por los asuntos de la Provincia y escuchaba con atención preocupaciones y realidades. Sabiéndose sacerdote, se es forzaba por ejercitar el ministerio hasta el final: aun con limitaciones físicas, procuraba no fa­llar en sus responsabilidades y ponía empeño en la celebración de la Misa y en la atención al confesionario. Y todo ello animado por una aguda piedad; de formas quizá un tanto tradicio­nales, pero no por ello menos profundas. Especialmente su amor a la Eucaristía y su devoción a la Virgen salpicaban todo su quehacer sacerdotal y su ser misionero. Tanto los fieles en gene­ral, como las Hijas de la Caridad en particular, han podido apreciar estas cualidades. Se sentía íntimamente paúl; amaba lo vicenciano y lo quería ver expresado en la vida y servicio de nues­tras Hermanas, a las que siempre se ha mantenido unido y a las que querido con delicadeza y sencillez.

De algún modo, el P. Miguel se ha situado en la perspectiva a la que nos llama­ba el profeta Amós en la primera lectura. «Buscad el bien, nos decía, buscad el bien y vivi­réis… Odiad el mal y defended la justicia», ¡He ahí la dirección en la que se ha de mover nuestra vida cristiana! ¡En la búsqueda del bien, en la promoción de la justicia! Un bien que nos vie­ne determinado por la voluntad del Padre, por la superación de los males presentes, por la reali­zación de la justicia, por el establecimiento del Reino de Dios. Un bien que, como cristianos, continuamente hemos de procurar en la fraternidad de todos los seres humanos. Un bien que, como vicencianos, hemos de trabajar en el compromiso con los más necesitados: los margina­dos de la sociedad, pero los preferidos de Dios; los castigados por la justicia humana, pero los reivindicados por la justicia divina; los insignificantes para los intereses del mundo, pero los protagonistas del Reino de Dios.

Buena prueba de este bien a buscar nos la daba el Evangelio. A lo mejor nos ha parecido poco adecuado para esta circunstancia que celebramos; pero nos manifestaba la mi­sión de Cristo y la tarea, por tanto, del cristiano. ¡Misión liberadora y tarea humanizadora!… ¿Qué quieres de nosotros?, le preguntaban los endemoniados a Cristo. Y Él no ha respondido con palabras, sino con un gesto: gesto de autoridad y de libertad, de salud y de justicia: los de­monios expulsados y los hombres curados. ¡Ahí está reflejada nuestra labor: curar, sanar, libe­rar! Y todo ello sin esperar la reacción de la gente. Por incomprensión o por temor, a Cristo; a pesar de todo, lo rechazan y le piden que se vaya… ¡y Él continúa su misión!… Así también la condición del cristiano: cumplir la voluntad de Dios ¡y adelante!

Implica todo esto, me parece, la proposición de unas consecuencias que han de estimular nuestra vida cristiana:

En primer lugar, el empeño nuestro de cada día por atizar la búsqueda del bien. A ello nos llama el Evangelio. Vivimos en un tiempo en que los hombres se afanan por la búsque­da de la felicidad, del bienestar, de la salud o de la posición social. ¡Pues nada de eso es lo de terminante para el cristiano! No es que no sea bueno, sino que no puede ser lo determinante pa­ra nosotros. Lo que a nosotros, cristianos, nos interesa es, en palabras del profeta, buscar el bien; o en palabras de Cristo, buscar el Reino de Dios y su justicia. Y todo lo demás se nos dará por añadidura. ¡Cuánto dinero y cuánta energía y cuánto esfuerzo en la búsqueda de la felicidad o de la salud y, a la hora de la verdad, insatisfacción y quebranto! ¡Busquemos lo que verdade­ramente importa: el Reino de Dios! ¡Trabajemos por la libertad y por la justicia, por la solidari­dad y por la paz, por el derecho de los más débiles y la civilización del amor! ¡Y todo lo demás, felicidad y bienestar, equilibrio y vida, se nos dará por añadidura!

En segundo lugar, pongamos en esta misión evangelizadora un delicado respeto y una piedad sincera. Delicado respeto que no hemos de confundir con pequeñez de alma o cor­tedad de genio, sino que ha de implicar propuesta decidida de la fe desde un ánimo tolerante, una invitación consciente y un testimonio vivo. Y piedad sincera que suponga experiencia per­sonal de Dios: saberse de Él y reconocerlo como fundamento de nuestra vida, acoger a Cristo y vivirlo en los sacramentos de su Iglesia y en el amor a todos los hombres.

La mirada a nuestra Madre la Virgen nos puede ayudar a entender y vivir es­tas actitudes. El P. Miguel la amó entrañablemente en este mundo y gozará ahora con ella de la contemplación de Dios. ¡Que todos nosotros nos sintamos impulsados por María a buscar el bien y a dar testimonio de Cristo!

Santiago Azcárate

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