Cuando la tarde cierra sus turísticas
puertas y los últimos visitantes huyen por Santa Croche con el tubo de escape
entre las piernas camino de Valencia, descubres, de repente, que la ciudad, que
Santa María de Oriente es toda tuya. Es el momento de los tibios callejones recogiendo
el sol de la tarde en la piedra arenosa del rodeno; de las fuentes cantarinas
con la mano fresca en el agua, bajo el agua/sobre el agua; acaso del gato sobre
la parra y la parra abrazada a la muralla. Y es el tiempo del silencio en la
ciudad de los Azagras, es tiempo de un viento cálido que emocionalmente llega
desde el Califato de Córdoba. Persianas que se mueven, sombras que se
desvanecen. Titilar de las luces opacas en los hoteles y en las copas ya vacías
tras un fin de semana agotador. Es quizás, el momento, de dejar que el tiempo
te devoré sin que tú te ofendas y sin que el apetito del sueño abrase los instantes
mágicos que estas viviendo. Sentado en el banco rodeno de la plaza bebes el
vino blanco como un Califa, o tal vez sólo como un Visir pero, sientes el mundo
girar sobre esta pequeña ciudad como si ahora fuera su centro, como si fuera una
Jerusalén de río blanco y piedra roja transportada por los aires en mano del
mago de la lámpara de Aladino. No sientes la partida, pues Albarracín siempre
permanece y permanece. Aben Razín se renueva y se recrea a si misma como un
milagro hecho ola de mar contra la roca. Albarracín, siempre antigua y siempre
nueva es, tal vez, como la belleza en los viejos harenes.
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