(En esta época la techumbre estaba tapada)
TERUEL
TERUEL
(I)
Por Pedro Pruneda
Asentada sobre una meseta o altura de bastante elevación, en la carretera de Zaragoza a Valencia, y a la izquierda del río Guadalaviar, se halla la capital, Teruel, cuyos antiguos muros, en parte desmoronados, atestiguan su respetable antigüedad. Vista por fuera, admira por su posición soberbia, y por la majestad de sus altas y moriscas torres, levantadas sobre arcos que por su pie abren paso a la calle con pintoresca osadía. Descuella entre todas por su atrevida construcción; y los bellos arabescos que la adornan, la de San Martín, que Pierres Bedel dejó como suspensa en el espacio para restaurar sus cimientos, tal vez cansados de sostener tan pesada mole. No tan bella parece la ciudad en su interior; antes bien producen una impresión desagradable lo empinados de sus cuestas, lo tortuoso de sus lóbregas calles, y el mezquino y ruinoso aspecto de sus edificios, entre los cuales descuellan por su solidez y grandes preparaciones, ya que no por su artística belleza, la Casa de la Comunidad y el Seminario. La distribución interior de las casas es antigua y de poco gusto, ofreciendo en su exterior un aspecto poco ventajoso y sin ningún orden arquitectónico. Sin embargo, en los últimos años se han mejorado algunos notablemente, construyéndose varias y rectificándose otras según el gusto moderno. Las plazas son catorce, siendo las principales la Mayor o del mercado, y la de San Juan. En la primera están las principales tiendas de comestibles, y fuera de los soportales el abundante mercado de artículos de consumo de todas las clases, y diferentes puestos de verduras que allí llaman paradas; en la de San Juan, el ex-convento de dominicos que ahora ocupan las oficinas de Hacienda, el Hospital general con su iglesia, y la casa de los barones de Escriche, cuyos dueños aún se honran con el ilustre apellido de los Sánchez Muñoz.
Sobresalen las iglesias de Teruel, más por los recuerdos históricos que excitan, que por su construcción arquitectónica. Son las más antiguas la catedral, la de San Pedro, la de Santiago y la de San Salvador. Fue la catedral simple parroquia, hasta que en 1428 se erigió en colegiata, hallándose en Teruel el arzobispo de Zaragoza D. Alonso Argüello, y el rey don Alonso V celebrando Cortes con los aragoneses, elevándose a Catedral a petición de Felipe II y por bula expedida por Gregorio XIII en 20 de julio de 1577, reiterada por Sixto V en 5 de octubre de 1587, y confirmada por otra parte de Clemente VIII. Consta de tres naves paralelas con un crucero, sobre el cual descansa un cimborrio de dos cuerpos de estilo gótico. Escasos son los adornos del templo y muy regular el techo de las naves laterales. Nada revela allí la grandiosidad de una catedral, sino es el altar mayor, cuya arquitectura es de estilo medio o plateresco, y cuyas esculturas pertenecen a la escuela florentina del tiempo de Miguel Ángel.
Colocados en los diferentes cuerpos del altar mayor, se ven doce tableros que representan asuntos de la vida y pasión de Jesucristo, con figuras casi totalmente renovadas. Este notable trabajo estatuario en madera es obra de Joli, inteligente y laborioso artista, a cuyo cincel se debe también el altar mayor de la iglesia de San Pedro. Los inteligentes en bellas artes hablan con encomio de un magnífico cuadro que hay a la derecha del crucero, que representa las once mil vírgenes, firmado por D. Antonio Bisquet. Este eminente artista era valenciano: se estableció en Teruel en 1620, y murió en 1646. En el retablo de la capilla de los Santos Reyes hay otro cuadro de la Epifanía, copia del de Rubens, ejecutado por Francisco Giménez, de Tarazona. Atribúyese la muerte de Bisquet ala melancolía que le produjo el haber intentado inútilmente reproducir la citada copia.
La reja del coro, de gusto gótico, está adornada con grandes follajes, y algunos ramilletes ejecutados con el mayor primor. Entre las varias alhajas de este templo se conserva una custodia de plata desorden plateresco, con seis columnas abalaustradas, debida a la magnificencia del Sr. D. Pedro Martínez Rubio. Más rica, aunque de menos mérito artístico, osténtase en la procesión del Corpus otra custodia de peso de 14 arrobas, labrada en Córdoba en 1742 por Bernabé García de los Santos. Es su estilo churrigueresco, y su forma la de un templete de dos cuerpos sobrepuestos, sostenidos por columnas con relieves y adornos de buen gusto, y terminado en una corona imperial.
El templo de la parroquia de San Pedro acaso se conserva, a pesar de su renovación en 1741, como en su primitiva fundación. Así parece atestiguarlo su anchurosa y aplastada nave gótica, única de que consta. Bajo aquellas bóvedas sombrías exhaló el último suspiro la infortunada Isabel de Segura, que presa de mortal congoja, sucumbió abrazada al féretro de su adorado Diego Martínez de Marcilla. Guárdanse allí todavía en mezquina urna, que no corresponde ala fama de los dos amantes, sus cuerpos convertidos en momias. La tradición y la historia, el drama y el poema se han disputado a porfía la tarea de inmortalizar sus nombres. Tan acendrados amores y tan trágico suceso ha servido de asunto a muchos escritores de diversas épocas. Rey de Artieda, Juan Pérez de Montalbán y Hartzenbusch lo han popularizado en el teatro; Yagüe de Salas lo ha desarrollado en un poema; Antillón y Gabarda en disertaciones histórico-críticas; Villarroya lo ha revestido con la forma atractiva de la novela. Estatuas colosales de muy mal gusto, representando en su mayor parte el apostolado, se ven esculpidas en los postes de la iglesia. El altar mayor, como obra de un mismo artífice, aunque más en pequeño, es igual en su orden al de la catedral.
Lo más notable de la parroquia de San Martín es su magnífica torre, cuya gran mole cuadrada se eleva con insólita audacia sobre un arco que da paso a la antigua puerta de la Andaquilla. Desgastados sus cimientos tratose de repararla en 1549, con cuyo objeto se citaron los más hábiles maestros que a la sazón había en la comarca. Cada uno presentó su plano, mereciendo la aprobación el de Pedro Bedel, francés de nacimiento, que se hallaba entonces labrando la iglesia de Mora. Asombra la concepción atrevida de Bedel, y aún asombra más que pudiera realizar su pensamiento con éxito tan completo.
Apuntaló la torre perfectamente y con tal maestría, que sostenida por las vigas abrió el cimiento, y lo obró de cal y canto hasta el nivel de tierra, dejando suspendida la torre y la obra en este estado para que formara asiento durante un año. En el de 1551 comenzó a ir cortando y separando poco a poco, hasta que la dejó tal como en el día se encuentra. Obra maestra de ingenio fue la construcción de los puntales y andamiajes, y de tal manera se divulgó su mérito, que ávidos corrían los viajeros a visitarlos, los inteligentes a estudiarlos, y a embelesarse en su contemplación los curiosos. Como homenaje digno al ingenio de Bedel, se le encomendó después la construcción del acueducto, y merced a su fama hubo de construir también la fuente de Celadas, la célebre mina de Daroca, y últimamente la catedral de Albarracín, donde murió en 1567. El jornal de Bedel los días que trabajaba era diez sueldos, premio harto mezquino a su genio portentoso. (Crónica de la Provincia de Teruel. Madrid 1866)