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ALCAÑIZ
( I )
Por Pedro Pruneda
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En la parte baja y oriental del antiguo reino de Aragón, a cuatro leguas de la frontera catalana, y en medio de feraces tierras y frondosos olivares, se encuentra la ciudad de Alcañiz, a la que bien puede darse el nombre de capital del bajo Aragón. El río Guadalope, que en su parte derecha lame sus antiguas y desmoronadas murallas, fertiliza su hermosa vega, manteniendo una población de más de 7.000 habitantes. Bella es la perspectiva que presenta la ciudad, mirada desde una colina inmediata. No es extenso el horizonte que desde allá se descubre; pero sí suficiente para recrear y satisfacer el gusto de quien lo contemple. El raudo río que va serpeando debajo de la colina, después de haber dado vuelta a la ciudad de Mediodía a Norte, promediando desde aquí la distancia y ausentándose rápidamente por entre los cercanos montes del uno y otro lado; el risueño paraje que se prolonga hacia el Occidente decora con fertilísimas huertas y pintorescas ermitas en las alturas de la próximas montañas, y el claro oscuro que a la caída del sol presenta todo el conjunto, dan seguramente gran interés a la animación de este bello cuadro de la naturaleza y del arte.
Pero todavía es más variado y completo el que ofrece desde Mediodía a Poniente, visto y examinado desde la misma ciudad. Cruza por debajo del castillo un paseo que la une al arrabal, formando al mismo tiempo un ángulo saliente y de bastante elevación para dominar perfectamente una grande extensión de terreno. En primer lugar aparece una campiña de tres leguas de largo por una de ancho, en que campean majestuosos los olivos y toda clase de árboles frutales, alternando con grata variedad y bello colorido toda clase de cereales y hortalizas. Descúbrese luego el precioso estanque de más de una legua de circunferencia, en que se crían tantas aves y tan sabrosas anguilas; las tierras de labor, que no tienen riego artificial; algunos pueblos inmediatos de no escaso vecindario; más lejos, los montes Indubedas de los romanos; y el último término y como en lontananza, el célebre collado de D. Blasco y el Palomita de Cantavieja, distante doce leguas de la ciudad.
La parte oriental contrasta notablemente con las anteriores por su agreste y descarnado aspecto, dándoles por lo mismo mayor importancia y valor. El riego no fertiliza ya sus numerosos valles, y los cerros y oteros que hacen monótona su vista, no ofrecen más que peñascos desgajados de sus bancos horizontales, y detenidos por las piedras y tierras de aluvión. Diríase que toda esta comarca ha sufrido en su forma terribles sacudimientos y trastornos, cuya época no es fácil de determinar.
No desdicen ciertamente de los contornos pintorescos de Alcañiz, los artísticos primores que dentro de su recinto guarda. La piedad religiosa y el fastuoso boato de los comendadores de Calatrava, contribuyeron a embellecer sus plazas y sus calles, aquella con sus templos y conventos, los otros con sus góticas moradas cuyos escudos de armas aún se ostentan en las grandes casas de Ardid, de Franco, de Ram, de Blasco, de Lafiguera, de Andilla, de Salillas y Montañés. Vense por doquiera delicadas molduras en las fachadas, y afiligranados arabescos en las ventanas, que hermosean a veces ligeras columnitas. Al recorrer las calles de Alcañiz, y contemplar tantos brillantes vestigios del siglo XV, compréndese bien que, émula de Teruel, haya querido disputarle la capital en nuestros días. Merecedora de ella es ciertamente por su crecido vecindario, por sus monumentales edificios, por la belleza de su campiña, por la fertilidad de su comarca, y tuviérala sin duda, si posición más céntrica ocupara.
Menos rica que aquella en iglesias y conventos, tiene Alcañiz en cambio la magnífica Colegiata de Santa María, cuya primitiva belleza gótica desfiguró en 1736 el arquitecto D. Miguel Aguas, no por falta de gusto ni por desconocimiento del arte, sino tal vez con el deliberado propósito de darle más unidad y concierto. Pero si la restauración le quitó algo de su nativa hermosura, si hizo desaparecer el riquísimo retablo de crestería que adornaba el áspice cercado de columnata, si destruyó los haces de columnas que formando robustos pilares sustentaban la nave principal, si no dejó ni vestigios siquiera de los primorosos encajes, doseletes y guirnaldas que adornaban los arquivoltos de las magníficas puertas, todavía sorprende a los viajeros por su grandeza y magnificencia. Soberbio aspecto presenta la Colegiata por su parte exterior. Sembrada de graciosas y laboreadas ventanas, elévase la fachada en irregulares curvas entre dos altas y graciosas torres; pilastras dóricas y corintias dividen sus dos cuerpos, y un arco colosal cobija la portada dividida en tres cuerpos a manera de retablo, cuajada de columnas salomónicas y de barrocos caprichos; corona el centro de la iglesia, majestuosa cúpula de grande elevación, y sobre todo el edificio descuella el gótico y colosal campanario del siglo XIV, compuesto de cuatro cuerpos, divididos por ligeras molduras, flanqueados por pilares en las recortadas esquinas, adornados con grandes ojivas, y terminando gallardamente en moderno piramidal remate con cruz y veleta en la cúspide.
La parte interior es bella, desahogada y de convenientes proporciones. Consta de tres naves, que sostienen diez columnas cuadradas y de esbelta figura. En cada lado de la iglesia hay siete capillas, dos de las cuales, la Soledad y el Santísimo, se prolongan algo más fuera de los muros, y tiene sus bellas cúpulas. El altar mayor, aislado en el tercio de la testera del templo, es obra magnífica y de gran mérito artístico. Construyose desde el año 1800 al 1805. Sus grandes columnas, basamento, cornisa y ático, son preciosos mármoles y jaspes trabajados con prolijidad y esmero, adquiridos casi todos de las canteras de Alcañiz, y de las más afamadas de todo el reino y de las más apreciables entre los extranjeros. Es un gran zócalo de dos metros y medio de alto con hermosas molduras, sobre el que descansan los pedestales de cuatro altas y corpulentas columnas del orden corintio, y dos estatuas, ambas a la parte exterior de cada columna.
Entre las muchas preciosidades que encierra la Colegiata, debe mencionarse el bello sepulcro que la piedad del cardenal Ram erigió en memoria de sus padres, y las excelentes estatuas que envió de Roma aquel prelado para adorno del retablo. Notables son también la costosa sillería del coro, de nogal con embutidos de madera de acebo primorosamente trabajada, y el enverjado de bronce que se apoya en zócalos de jaspe del país, entrecortado con bases y capiteles de mármol blanco. Hay también en la Colegiata algunas pinturas de no escaso mérito. El cuadro de San Joaquín, que está en la segunda capilla de la nave de la derecha, es de Espinosa, y muy celebrado por los inteligentes. También son muy apreciados los de Santa Ana, de San José y la Cena; y se tiene en grande estimación, por considerarlo como una excelente copia de Mengs, otro de grandes dimensiones que representa la Anunciación.(Crónica de la Provincia de Teruel. Madrid, 1866)
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