ALBARRACÍN
(I)
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Por Pedro Pruneda
A siete leguas de la capital de la provincia, sobre aislada eminencia que rodea en parte el Guadalaviar, se asienta la ciudad de Albarracín, escondida en su agreste soledad e indiferente al bullicioso movimiento de nuestros días, cual si quisiera meditar a solas sobre su antiguo poder y su perdida grandeza. Su orgullo feudal parece como que desdeña engalanarse con los harapos de los pueblos modernos, y tan pobre como altiva, repúgnale abandonar la primitiva rusticidad de su juventud y el bélico aparato de su edad viril. Los siglos que han pasado podrían desfigurarla en parte, pero no transformarla por completo; habrán podido convertir en ruinas o desencajar las piedras seculares de sus torres y murallas, pero no borrar del todo los vestigios de aquella singular fiereza con que durante una centuria estuvo contrastado el poder de los aragoneses monarcas. Pueblo de guerreros y pastores debió ser Albarracín en sus primeros tiempos, porque la aridez de la roca en que se asienta y lo fragoso de los montes que lo rodean, no se prestaban en aquella edad de hierro a las faenas agrícolas, ni a los inventos industriales, ni a la paz y quietud que requieren las tareas comerciales.
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Aunque de los mismos cristianos no se conserva monumento alguno, si por tales no se tienen la catedral construida cuando ya había pasado la época de las grandes construcciones, las puertas defendidas por salientes ladroneras, los desmantelados torreones, el desmoronado muro que desciende o se encarama según las escabrosidades del terreno, la Atalaya que se encumbra sobre peñón solitario en medio del río, y la formidable torre del Andador, fortaleza inexpugnable, que pudo resistir en 1298, durante cuatro meses, los redoblados ataques del airado y poderoso don Pedro III. Ocupados en combatir sus moradores, faltotes tiempo para embellecer la ciudad con edificios ostentosos. Y he aquí por qué no habrá tal vez en España otra población que conserve tan intactos los vestigios del feudalismo, como la belicosa capital de los Azagra. “Vasallo de Santa María y señor de Albarracín” apellidose fieramente el primero de aquella valerosa estirpe, que por espacio de ciento veinte años no rindió vasallaje a ninguno de los reyes de la tierra; y sólo, cuando extinguida la línea masculina pasó el señorío a la familia castellana de los Núñez de Lara, sólo entonces pudieron ser dominados tanta altivez y tanto brío.
Atravesando el puente de tablas, tendido sobre el Guadalaviar, que allí corre espumoso en cauce estrecho que se abrió en la roca, penétrase en la población por la puerta principal que corresponde al camino de Teruel. No es mucha la distancia que hay que atravesar para llegar al otro extremo, cuya entrada también defiende otra puerta que flanquean dos gruesas torres; ni se necesita mucho tiempo para recorrer el reducido espacio que abarca la población. Las calles son angostas y sombrías; el piso en la mayor parte de ellas formado por escalones abiertos en la peña; las casas, ni antiguas ni bien conservadas, apoyan sus muros y contrafuertes en la misma roca. Todo allí reposa sobre piedra; hasta el mismo horizonte, harto limitado por cierto, se compone de encumbrados riscos, colinas volcanizadas, y laderas escarpadas, cuya aridez no templa vegetación alguna. Solamente allá abajo, en lo más hondo, por donde pasa el río, aparece algún pedazo de tierra que embellecen con su verdor algunos árboles frutales. Ábrese a la mitad del precipicio la cueva de los judíos, cuyo barrio se extendía por el hoy desierto campo de San Juan. La torre de doña Blanca ocupaba el solar del convento de Dominicos; y el fuerte castillo tan célebre en la historia de Albarracín con el nombre de torre del Andador, mitad fábrica, mitad peñasco, asoma todavía por entre el caserío, cual un guerrero mutilado en la refriega, sus muros y torreones destrozados.
En lo alto de la población descuella la catedral, que ha cambiado su primitivo nombre de Santa María por el de San Salvador que actualmente lleva y que data del año 1212. Consta de una espaciosa nave con cuatro capillas a cada lado, y en ella se confunden distintos géneros de arquitectura, pero sin que ninguno le imprima especial fisonomía. A solicitud de don Pedro Ruiz de Azagra, primer señor de Albarracín, fue erigida catedral en 1171 la antiquísima iglesia de Santa María, anterior acaso a la dominación de los árabes; y en 1172 consagró ya el obispo de Toledo a D. Martín, belicoso pastor, que concurrió al sitio de Cuenca, y no dudó hacer compatible, según el espíritu de aquellos tiempos, el ministerio pastoral con el manejo de la espada y la ballesta. En la institución del nuevo obispado, procurose hacerlo compatible con algunos de los tradicionales recuerdos de la Iglesia española sepultados en su comarca; y por cuatro años llevó el dictado de sede Arcabricense en memoria de la famosa Ercávica, para tomar luego el de Segobricense, que tampoco se creyó convertirla una vez conquistada Segorbe, cabeza primitiva de la citada diócesis, según se suponía. Hubo con este motivo ruidosos pleitos entre las iglesias de Albarracín y Segorbe, que terminaron en 1576 con la formación de dos diócesis y la consiguiente división del territorio, quedando desde entonces la silla episcopal de Albarracín, como sufragánea del arzobispado de Zaragoza, y Segorbe de la de Valencia, que poco tiempo antes había sido también erigida en metrópoli. La diócesis de Albarracín ha sido suprimida en el último Concordato celebrado en Roma, y agregada su jurisdicción al obispado de Teruel. (Crónica de la Provincia de Teruel, Madrid 1866)
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