Hace
tiempo que en España es muy difícil hablar de Franco con libertad.
Casi tanto como cuando él mandaba. Ayer era obligatorio cubrirle con
las virtudes de un César. Hoy, invariablemente, hay que cargar al
personaje con todos los defectos posibles, aunque sean irreales, so
pena de convertirte en sospechoso de “franquismo”. Todo eso ha
distorsionado la imagen del personaje en perjuicio del frío juicio
histórico. La deformación llega al extremo de cuestionar incluso lo
obvio, a saber, sus cualidades militares. En la nueva historiografía
oficial, Franco no aparece como un militar de nivel respetable –lo
que objetivamente era-, sino como una especie de frío carnicero
atenazado por sus complejos personales, cuyo heroísmo en Marruecos
era en realidad un invento de la prensa burguesa (sin duda para
preparar el camino de la dictadura, ¿eh?), obsesionado por implantar
por todas partes una disciplina cruel, de inteligencia muy limitada,
cauteloso como una rata, incapaz de planificar estrategias de gran
aliento, habituado a poner las vidas de sus soldados al servicio de
sus propias ambiciones personales, muy inferior a los geniales
estrategas del Frente Popular (Miaja y Rojo), etc. Eso hay que decir
que fue Franco. Así lo manda la autoridad.
Es
un retrato tan acibarado que cuesta entender que a este tipo, cargado
con semejantes tachas, le hicieran capitán con 22 años, comandante
con 23 y general con 34. Que Millán Astray le escogiera de entre la
miríada de oficiales “africanistas” para crear la Legión o que,
más tarde, se le entregara la dirección de la Academia Militar. Que
todo el mundo tratara de granjearse su apoyo en la conspiración de
1936 y que después, pese a sus vacilaciones, se le designara jefe
absoluto del ejército sublevado. Que lograra, en fin, ganar una
guerra que comenzó en clamorosa inferioridad de tropas y, sobre
todo, de recursos. ¿Es ese el currículum de un militar mediocre? La
leyenda negra, simplemente, no encaja con la hoja de servicios. O
miente la realidad, o miente la leyenda. Lo asombroso es que hoy
tanta gente prefiera pensar que es la realidad la que miente.
Un
cadete poco habitual
Bueno
o malo, Franco era ante y todo y sobre todo un militar, y nunca quiso
ser otra cosa. Conforme a la tradición familiar, y como sus dos
hermanos, Nicolás y Ramón, intentó entrar en la Armada. Sólo
Nicolás lo consiguió. No porque los otros dos, Francisco y Ramón,
no dieran la nota, como deja entender alguna biografía, sino porque
en 1907 se suprimió por razones presupuestarias el acceso a la
Escuela Naval –que era un barco: la Asturias-, y no habría nuevas
oposiciones hasta 1913. Francisco y Ramón acudieron al Ejército, a
la Academia de Toledo (el segundo, como es sabido, acabará en la
Aviación, donde escribirá hazañas sin cuento). Francisco Franco
resultó un cadete poco habitual, muy lejos del canon bélico:
canijo, flaco, de voz aflautada… Tampoco sus calificaciones fueron
sobresalientes: el número 251 de los 312 de la promoción. A cambio,
nadie le niega una desmesurada fuerza de voluntad y una enorme
capacidad de sacrificio. El 13 de julio de 1910 obtiene el despacho
de segundo teniente de Infantería, o sea, alférez. Tiene 17 años.
Es
muy posible que la experiencia de la Academia, junto con sus propias
características físicas e intelectuales, orientara el tipo de
militar que Franco resultó ser. El ejército español de la época,
tan pobre en recursos como en moral, venía de la traumática derrota
del 98 frente a los Estados Unidos y en la época en que Franco se
gradúa, 1910, acababa de sufrir en Melilla el desastre del Barranco
del Lobo (27 de julio de 1909), típico ejemplo de cómo hacer la
guerra con muy poca cabeza. Basta leer la crónica de este episodio
melillense para constatar las carencias del ejército español:
tropas compuestas por reclutas de leva nulamente motivados (la
movilización había desencadenado la célebre “semana trágica”),
tácticas muy rudimentarias, escasísimo apoyo técnico (en aquel
barranco, por ejemplo, se maniobró sin apenas artillería),
gravísimas carencias logísticas, errores garrafales en
fortificación de posiciones…
Una
calamidad. Si creemos al Galdós de Los Arapiles, la escasa
aplicación de la inteligencia a la disciplina militar venía siendo
una de las taras permanentes del ejército español.
Pero
en la Academia de Toledo ejerce como director desde 1907 uno de los
escasos talentos militares del momento: Villalba Riquelme,
obsesionado por modernizar la fuerza armada a base de educación
física, racionalización extrema de la fortificación y de la
logística, instrucción avanzada de los reclutas, tecnificación del
tiro, renovación continua de los ejercicios tácticos… Franco no
fue un alumno brillante, pero, a juzgar por los hechos posteriores y
por su manera de conducir tropas y campañas, no cabe duda de que
sacó buen provecho de todas estas enseñanzas. Después de dos años
de destino rutinario en El Ferrol, Franco, con una recomendación
bajo el brazo, busca pasar a Marruecos, donde la guerra colonial abre
oportunidades de gloria. Se presenta ante el jefe del regimiento
África 68. Es precisamente Villaba Riquelme, su antiguo profesor.
Bajo sus órdenes llega a Melilla. Corre febrero de 1912 y Franco
comienza una carrera que va a llevarle al generalato en catorce años
de campaña africana.
África
Los
años africanos de Franco son absolutamente cruciales para entender
al personaje. La guerra de Marruecos era una sórdida carnicería.
Para uso de las nuevas generaciones, recordemos que aquella no era
una guerra de España contra el reino de Marruecos, sino contra las
cabilas bereberes que ocupaban el territorio del Rif, en el norte del
país, y que aspiraban a su independencia. En un complejísimo juego
de política colonial entre Francia, Inglaterra y Alemania, Marruecos
había terminado convertido en protectorado –pero con soberanía
nominal del sultán alauita- y a España le había tocado en el
reparto precisamente aquella zona norte, el Rif, una cadena montañosa
que oscila entre los parajes semidesérticos y las cumbres boscosas:
una franja del tamaño de la comunidad valenciana en el norte de
África, desde el Atlántico hasta la frontera con Argelia. ¿Y qué
nos jugábamos en el Rif? Un poco de todo.
Desde
el punto de vista del prestigio nacional, una compensación moral a
la pérdida de Cuba y Filipinas. Desde el punto de vista geopolítico,
un colchón protector para las plazas tradicionales de Ceuta y
Melilla que permitiera controlar las dos orillas del Mediterráneo. Y
desde el punto de vista económico, los intereses mineros,
particularmente los encarnados por Romanones y Güell. El Rif no es
una tierra pobre –abundan los cultivos-, pero tampoco es Eldorado.
Y sin embargo, había que estar allí.
En
términos puramente técnicos, la tarea no era particularmente
compleja: controlar territorio, asegurar comunicaciones, vigilar
caminos, proteger poblaciones… Un trabajo para la guardia civil,
podríamos decir. El problema, evidentemente, eran los rifeños: una
veintena de tribus que llevaba mil años haciendo la guerra contra
todo vecino e incluso entre sí mismas. La guerra rifeña no se
parecía en nada a la europea, ni siquiera a la que España había
librado en Cuba: aquellas tribus, escindidas a su vez en clanes,
practicaban una economía de pillaje y saqueo que incluía la guerra
como uno más de sus hábitos; una guerra propiamente “asimétrica”,
basada en golpes de mano y expediciones de rapiña. Para una vieja
potencia colonial como España, el paisaje no resultaba desconocido:
bastaba pactar con tal o cual jefe, un soborno aquí y otro allá, y
generalmente el campo quedaba libre.
Pero
en el Rif concurrían dos circunstancias que cambiaban las cosas. La
primera, que alemanes e ingleses, en los años previos y como
lubricante de sus enjuagues políticos, habían llenado la región de
fusiles modernos, ametralladoras y hasta piezas artilleras de pequeño
calibre, lo cual convertía a las cabilas rifeñas en un enemigo nada
despreciable. La segunda, que desde mediados de la década de 1910 el
Rif vivía una intensa efervescencia nacionalista, y eso aumentaba la
belicosidad de los naturales del país.
No
sobran acentos para subrayar la dureza del combate. Los rifeños
atacan en bandas bien organizadas y bien armadas, conocen su terreno
y con frecuencia utilizan en su provecho la indefinición geográfica
que separa la zona española de la francesa. Además, no han
abandonado los viejos hábitos de la guerra tribal, que incluyen, por
supuesto, la captura de prisioneros a modo de rehenes por los que
cobrar rescate, pero también costumbres brutales como la tortura de
los presos, la emasculación de los cadáveres, la decapitación,
etc. Lo que hay enfrente es una tropa española mal armada y peor
dirigida, compuesta por tropa de leva que no entiende qué hace allí
–y no era fácil entenderlo- y que sobrelleva como puede el terror
que los rifeños le inspiran.
La
“baraka”
Franco
se estrena como alférez en el África 68. Brilla de inmediato porque
es combativo, ordenado, frío y eficaz. Como la tropa española es
muy poco efectiva, el mando decide crear unidades de voluntarios
marroquíes: los Regulares. Franco pide plaza en el nuevo cuerpo y se
le concede. Es abril de 1913. Tiene 20 años. Acaba de ascender a
teniente por antigüedad: el único ascenso por escalafón de su
carrera, porque todos los demás serán por méritos. En los
regulares da el do de pecho. Podemos imaginar la cara con la que
mirarían los moros a ese jovencito canijo de voz infantil. Pero el
canijo se pone al frente de la tropa, ordena cargar a la bayoneta y
su figura se agiganta. Para sus moros, Franco se convierte en un
héroe de leyenda. Las cosas en aquellas unidades de regulares son
muy simples: si ganas, te siguen hasta la muerte; si pierdes o
flaqueas, se amotinan o desertan. Franco lo entiende muy
rápidamente.
En refriegas que son auténticas ensaladas de tiros,
el joven teniente se pone al frente. Gana una Cruz al Mérito
Militar. Enseguida, en 1915, asciende a capitán por méritos de
guerra. Tiene 22 años: el capitán más joven del ejército. La
sangría es enorme: en dos años y medio de combates, de los 41
oficiales que componen la plantilla de los regulares, 35 han
resultado muertos o heridos. Él no. Él tiene “baraka”, como
dicen los moros. Y para enardecer más a sus tropas, adopta la
costumbre de cabalgar sobre un caballo blanco cuando arranca el
fuego. Su carrera está a punto de pararse en seco en junio de 1916,
en las lomas del Biutz, cuando una bala le perfora el vientre. Gana
el combate, pero se desvanece al borde de la muerte. Le salva el
agotamiento, curiosamente: el jadeo movió su diafragma de tal manera
que una bala mortal de necesidad entró y salió sin tocar ningún
órgano vital. Por la acción obtendrá –después de mucho
insistir- su ascenso a comandante. Y era, una vez más, el comandante
más joven de España.
Como
en Marruecos no hay plaza libre de comandante, se le envía de nuevo
a la península: al regimiento del Príncipe en Oviedo. Allí le
sorprende otro suceso que influirá decisivamente en sus ideas
políticas: la huelga general de 1917, en cuya represión participa.
Pero lo que Franco quiere es volver a África. En un curso de tiro en
Valdemoro conoce al teniente coronel Millán Astray, que estaba
intentando sacar adelante en España algo parecido a la Legión
Extranjera francesa. Franco y Millán Astray son personalidades
enteramente distintas, pero se entienden, quizá porque se
complementan. Millán Astray propondrá a Franco como segundo jefe de
la Legión. Ésta, bajo el nombre de Tercio de Extranjeros, queda
finalmente creada en enero de 1920. El que firma la orden es Villalba
Riquelme, el viejo profesor y jefe de Franco, que mientras tanto
había sido nombrado Ministro de la Guerra.
Novio
de la muerte
La
Legión cambió la forma de hacer la guerra en Marruecos. Esa unidad,
formada enteramente por voluntarios venidos de cualquier parte sin
necesidad de acreditar otra cosa que buena salud, permitía una
facilidad de maniobra muy superior a la de las tropas de leva. Una
instrucción extremadamente exigente y una disciplina férrea
hicieron el resto. Por primera vez los rifeños se encuentran con
unos soldados que no tienen miedo a morir –es bien conocido el
cortejo de la muerte que caracteriza al legionario-. Aún más,
aquellos legionarios de primera hora no retrocederán a la hora de
usar los mismos procedimientos brutales de los rifeños, como
atestiguan las fotografías de moros decapitados.
Las
victorias se suceden: Xauen, Benilai, Bujarraz… La Legión opera en
el lado occidental del Protectorado asegurando las posiciones que
defienden Tetuán, Tánger y Larache. No son batallas realmente
importantes, pero la ocasión vendrá pronto. En 1921 se produce el
desastre de Annual: una retirada muy mal planificada por el general
Silvestre que dejó a las tropas españolas a merced de los rifeños,
para entonces organizados ya bajo el mando de Abd el Krim. La
ofensiva rifeña llega a las puertas de Melilla. La ciudad pide
socorro. Se envía una bandera de la Legión: la que manda Franco. En
tiempo récord, los legionarios marchan de Xauen a Tetuán, allí
cogen un tren hasta Ceuta, embarcan y llegan a Melilla justo a tiempo
de evitar el desastre. Cien kilómetros en día y medio. Franco es
recibido como un héroe y se lanza al combate. El Tercio –con otras
tropas llegadas de la península- salva Melilla, contraataca, pone en
fuga a los rifeños, que asombrosamente han dudado ante una Melilla
inerme, e incluso recupera varias posiciones. Con Millán Astray
herido en la toma de Nador, Franco se hace cargo provisionalmente de
la Legión. Entrega el mando al teniente coronel Valenzuela y vuelve
a Oviedo. Pero Valenzuela muere en combate y Franco vuelve al
escenario. Esta vez, como teniente coronel. Y jefe de la Legión.
Franco
es un jefe singular. No tiene nada que ver con la estampa tópica del
militar en campaña. Franco no bebe. Franco no juega. Franco no fuma.
Franco no frecuenta burdeles. Cuando tocan retreta, pide un vaso de
leche y se mete en su tienda cargado de planos, expedientes y
estadillos. Imperturbable y hermético, ese hombre pequeño de
vocecilla atiplada no retrocede ni rehúye la primera línea, pero
tampoco arriesga inútilmente la vida de sus hombres. Con Franco no
falta comida, no falta agua, no falta una buena alambrada o un buen
cobertizo. Incluso crea escuelas para los legionarios. Pero Franco
tampoco tolera la menor falta de disciplina: exige mucho, castiga
fuerte y es un juez severísimo. Es fama –lo contó algún
legionario- que muchos hubieran deseado meterle un tiro por la
espalda, pero ninguno se atrevía por si, en ese momento, Franco se
daba la vuelta. Estamos hablando de un tipo que acaba de cumplir los
30 años. En febrero de 1925, con 32, asciende a coronel por méritos
de campaña.
La
siguiente página en este historial es el desembarco de Alhucemas,
una vasta operación conjunta hispano-francesa para acogotar a Abd
el-Krim y sus rifeños. Será en septiembre de 1925. El despliegue
técnico impresiona: más de cien barcos, 162 aeronaves, 17 carros de
combate, 13.000 hombres. Por parte francesa manda el contingente el
mariscal Pétain. En Alhucemas se cubren de gloria la Legión y su
jefe: Franco. Francia le hará comendador de la Legión de Honor. El
13 de febrero de 1926 es ascendido a general de brigada. El más
joven de Europa. Ese mismo año su hermano Ramón, con Ruiz de Alda y
Rada, ha protagonizado otra hazaña: el primer vuelto trasatlántico
entre España y América.
El
ascenso a general apartó a Franco de África y le sumergió
literalmente en otro mundo: el de las responsabilidades políticas,
aun dentro del estamento militar. Pero eso lo veremos en la próxima
entrega.
Jose
Javier Esparza
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