* Discurso de M. T. Tellería, pronunciado el 21-X-1995 en Encinacorba
con motivo de la inhumación de los restos mortales de don Mariano Lagasca en su villa natal.
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(I)
con motivo de la inhumación de los restos mortales de don Mariano Lagasca en su villa natal.
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(I)
Excelentísimas autoridades, señoras y señores, amigos todos:
Es para mí un honor y un motivo de profunda satisfacción dirigirme a todos ustedes en el día del homenaje que el pueblo de Aragón rinde a su hijo don Mariano de Lagasca y Segura con motivo de la inhumación de sus restos mortales en su Encinacorba natal.
Quisiera, en primer lugar, agradecer en nombre del Real Jardín Botánico de Madrid y en el mío propio, al Excmo. Sr. D. Juan Monserrat Mesanza, Justicia de Aragón, la deferencia que para nosotros ha tenido al invitarme a participar, de un modo tan directo, en este entrañable acto.
He de confesar que para mí la figura de Lagasca ha sido un hallazgo personal. Conocía de un modo muy superficial la vida del ilustre botánico y ha sido a raíz de este homenaje cuando he profundizado un poco en su historia, y he de admitir que me ha fascinado. He descubierto al botánico docto, tenaz y apasionado; al discípulo que como mérito preferente sobre todos los demás invocó, a lo largo de su vida para sí, el título de “alumno predilecto de su maestro Cavanilles”; he descubierto al padre que en una carta escrita al Duque de Bedford, durante su exilio en Inglaterra, muestra su preocupación por la falta de recursos para atender a la subsistencia de su familia y a la educación de sus cuatro hijos; he descubierto al liberal convencido que pagó muy caro el precio de mantener sus propias ideas y se me ha sido revelado así, poco a poco, la faceta humana de este hombre que en sus 63 años de vida padeció como el que más la historia de una época –que va desde el reinado de Carlos IV a finales del XVIII hasta la regencia de María Cristina en la primera mitad del XIX- más llena de sombras que de luces y rica en intrigas, injusticias y persecuciones.
Tenemos una cierta tendencia a mitificar las figuras del pasado y un acto de homenaje como este se presta muy bien a tal exceso, pero voy a procurar no caer en esa tentación: la memoria de Lagasca no lo necesita. Intentaré trazar un esbozo lo más objetivo posible de la vida de este científico apasionado; creo que las conclusiones que de ella se extraen son el mejor tributo que podemos rendir a su memoria.
Nace Mariano de Lagasca y Segura el 5 de octubre de 1776 y pasa su infancia y adolescencia aquí en su pueblo natal, Encinacorba. A la edad de 15 años, un día de 1791, parte para Cataluña. La idea de sus padres es que siguiera la carrera eclesiástica y para ello lo envían a Tarragona, a casa del canónigo Antonio Verdejo. Tiene allí ocasión el joven Mariano de entablar amistad con el sabio Martí, erudito local y buen conocedor de la botánica, que frecuentaba la casa del canónigo. Pronto descubren Verdejo y Martí que Lagasca no tiene vocación eclesiástica y sí una gran pasión por las ciencias naturales, por lo que le aconsejan que curse la carrera de medicina.
Pasa así a Zaragoza, donde con 19 años estudia primero de Medicina, corría el año 1795. De Zaragoza a Valencia y de ahí a Madrid donde llega en el verano de 1801. Su pasión por la botánica le lleva, en este periodo, a recorrer la región levantina y a completar, andando, el trayecto que une Valencia con Madrid para, de este modo, mejor aprovechar el tiempo y herborizar. Reyes Prosper relata, en el apunte biográfico que sobre Lagasca publicó en 1917 de un modo muy elocuente, la llegada de este a la Villa y Corte “rendido de fatiga, con la ropa interior y el traje en completo deterioro, el calzado inservible y sobre los hombros y espalda un enorme paquete que contenía el herbario que formara durante tan penosa herborización”.
En Madrid se presenta en casa de la familia Graells que, apiadándose del muchacho, le proporciona alojamiento y vestido y lo coloca bajo la protección del ilustre médico de cámara don Juan Bautista Soldevilla. Muchos años después, a mediados del siglo que entonces comenzaba y ya muerto Lagasca, un hijo de esa familia, Mariano de la Paz Graells, le sucedería como director del Real Jardín Botánico. Pero no adelantemos acontecimientos.
Cursa en Madrid Lagasca el último año de Medicina y asiste a las clases de Botánica que, por aquel entonces, impartía en el Real Jardín su director: Casimiro Gómez Ortega. Conoce allí a Simón de Rojas Clemente con el que entabla una profunda amistad que duraría toda la vida. Soldevilla, su protector, le presenta al ilustre e influyente Antonio José Cavanilles, excelente botánico y hombre de ciencia, muy bien relacionado en la Corte por haber sido preceptor de los hijos del duque del Infantado. Cavanilles se queda entusiasmado de la vocación y conocimientos del joven alumno.
Llega Lagasca al Real Jardín Botánico en uno de sus momentos de más esplendor. La reforma iniciada por los Borbones a su llegada a la península alcanza su cénit en el reinado de Carlos III. El Jardín Botánico Madrileño se ha convertido en el epicentro de la política reformista ilustrada. Las expediciones a Perú y Chile de Hipólito Ruiz y José Pavón, la de Mutis al Nuevo Reino de Granada (actual Colombia), las del jacetano Sessé que junto al mexicano Mocito recorrieron La Nueva España (actual Méjico), la de Cuéllar a Filipinas y la de Boldo a Cuba, como integrante de la expedición del conde de Mopox, son un ejemplo del esplendor de esta época. Pero Lagasca, poco a poco, irá conociendo el triste desenlace de aquel proyecto ilustrado que más que una realidad fue, sobre todo, una ilusión que se quebró con la llegada al trono de Carlos IV.
Pero continuemos con nuestra historia. En 1801 es nombrado Cavanilles director del Real Jardín y designa a su discípulo preferido, Lagasca, alumno pensionado del Jardín. Dos años más tarde (1803), es comisionado para recoger plantas y acumular datos con vistas a la confección de una Flora Española, el proyecto que, con el tiempo, se convertiría en el sueño inalcanzado de su vida científica. Recorre así Lagasca el norte de España donde descubre, en el Puerto de Pajares y Colegiata de Arvás, el entonces famosísimo elixir antituberculoso, liquen islándico –de nombre científico cetraria islandica. De la noticia de tal hallazgo da cuenta la Gaceta de Madrid el 29 de julio de 1803. Durante todo este año recorre Lagasca el norte de España, fundamentalmente Asturias.
(II)
En 1804 muere repentinamente Cavanilles y el antioqueño Zea, discípulo de Mutis, es nombrado director del Botánico. Conociendo Zea los deseos de Cavanilles de que Lagasca le sucediera en la dirección de la real institución insiste, ante las autoridades, para que le nombren vice-profesor de la misma; nombramiento que llega en 1806. Nueve trabajos de investigación entre los que destacan Introducción a la Criptogamia Español (1802), Descripción de dos géneros nuevos o varias especies nuevas (1805) y sobre todo Caracteres diferenciales de once especies nuevas (1805) completan su currículo hasta este momento. Un año después, en 1807, a los 31 años de edad, es nombrado profesor de Botánica Médica del Real Jardín. Solo impartió un curso, aunque le dio tiempo a innovar completamente el programa de la asignatura.
La invasión napoleónica y la sublevación del 2 de mayo en Madrid dan paso a la Guerra de la Independencia. Godoy, a instancias de José Bonaparte, le propone la dirección del jardín Botánico. Había sido el sabio alemán Alexander von Humbolt el que, conocedor de la valía de Lagasca, sugirió su nombre al ya Rey de España, José I. Lagasca rechaza el ofrecimiento y se enrola como médico en el ejercito que luchaba contra el invasor napoleónico. Nos encontramos aquí ya con un Lagasca leal a sus propios ideales que la vida se encargó de contrastar en numerosas ocasiones, lo que le llevó, en buena medida, a malograr una brillante carrera científica. Durante los seis largos años que dura la contienda permanece en su puesto de médico y aún tiene tiempo para herborizar y publicar algún trabajo botánico. Tal era su vocación que, en estas adversas circunstancias, recopila un nutrido herbario y una colección de más de 600 semillas que, finalizada la guerra, depositará en el Real Jardín. Ya comienza nuestro protagonista a tomar conciencia de los amargos derroteros por los que navega el país, que bruscamente despierta del sueño ilustrado. En la introducción de sus Amenidades naturales, fechadas en Orihuela en 1811, se lamenta: “Tales son los efectos del descuido y poca ilustración de un gobierno: malograr el fruto de infinitas expediciones, después de haber gastado en ellas más caudales acaso, que todas las naciones juntas”.
La invasión napoleónica y la sublevación del 2 de mayo en Madrid dan paso a la Guerra de la Independencia. Godoy, a instancias de José Bonaparte, le propone la dirección del jardín Botánico. Había sido el sabio alemán Alexander von Humbolt el que, conocedor de la valía de Lagasca, sugirió su nombre al ya Rey de España, José I. Lagasca rechaza el ofrecimiento y se enrola como médico en el ejercito que luchaba contra el invasor napoleónico. Nos encontramos aquí ya con un Lagasca leal a sus propios ideales que la vida se encargó de contrastar en numerosas ocasiones, lo que le llevó, en buena medida, a malograr una brillante carrera científica. Durante los seis largos años que dura la contienda permanece en su puesto de médico y aún tiene tiempo para herborizar y publicar algún trabajo botánico. Tal era su vocación que, en estas adversas circunstancias, recopila un nutrido herbario y una colección de más de 600 semillas que, finalizada la guerra, depositará en el Real Jardín. Ya comienza nuestro protagonista a tomar conciencia de los amargos derroteros por los que navega el país, que bruscamente despierta del sueño ilustrado. En la introducción de sus Amenidades naturales, fechadas en Orihuela en 1811, se lamenta: “Tales son los efectos del descuido y poca ilustración de un gobierno: malograr el fruto de infinitas expediciones, después de haber gastado en ellas más caudales acaso, que todas las naciones juntas”.
Finalizada la Guerra de la Independencia, para Lagasca no terminan los infortunios, mas al contrario, es acusado de afrancesado e irreligioso. Comienza para él otra lucha, la suya particular a brazo partido para reivindicar su buen nombre. Debe reunir un buen número de documentos que oficialmente acrediten su abnegada labor durante la contienda y es, en buena medida, gracias al duque del Infantado, que conocía muy bien al botánico aragonés por su relación con Cavanilles, como consigue su total rehabilitación.
Llegamos así al año 1813, en que la Junta de Regencia le nombra, a la edad de 37 años, director interino del Real Jardín Botánico de Madrid. Un año después el rey Fernando VII le confirma en su cargo. Llega Lagasca a la Dirección del Jardín en un mal momento para la institución. El esplendor que conociera en su juventud, cuando llegó a Madrid en el verano de 1801, se ha apagado en tan solo trece años, pero esto no intimida ni desalienta al tenaz aragonés, mas al contrario, le sirve de estímulo y acicate. Comienza para él un época de frenética actividad, la más fecunda y fructífera de su vida. Publica así, entre 1816 y 1821, lo mejor de su obra científica, entre ella entresacamos su Elenchus plantarum quae in Horto Regio Botánico Matritensis, su Genera et species plantarum, su memoria sobre las Plantas barrilleras y sus adiciones a la Agricultura de Herrera, obra de botánica agrícola, clásica y a la vez popular que el talaverano Gabriel Alonso de Herrera publicara en 1620. En 1821 publica las Amenidades naturales de las Españas.
Pero aparte de esta labor científica, se ocupa sin denuedo, como director del Real Jardín, de la organización del mismo. En los más de 180 documentos que, relativos a Lagasca, se guardan en el archivo de nuestra institución, podemos seguir su diario quehacer al frente de la misma. Desde su preocupación por el sueldo de los jardineros, a los uniformes de los porteros, pasando por la búsqueda de fondos hasta los problemas con las obras o el arreglo de las cañerías, jalonan el día a día de su actividad, esa tierra madre que es la cotidianeidad de la vida.
Su espíritu inquieto y emprendedor le lleva a idear planes y reformas para la enseñanza. Así en un discurso leído en la cátedra del Real Jardín Botánico, el 9 de abril de 1821, expone sintéticamente su concepto de la enseñanza. Se ocupa de la enseñanza primaria a la que califica como “la maás general, la más necesaria y acaso la más costosa vista su totalidad”; se ocupa de la secundaria, para la que planea la creación de numerosos centros, y de la universitaria, que él llama tercera enseñanza. Pide para todo ello el apoyo económico de los españoles pudientes, de las sociedades, cabildos y comerciantes y, en un momento de su discurso, llega a reivindicar mejoras salariales para los maestros cuando dice: “Hubiese sido de desear se hubiese determinado desde luego, que la dotación menor de los maestros no bajase de 4.000 reales”.
Recibe en esta época honores y reconocimientos y durante el Trienio Liberal (de 1820 a 1823) es diputado a las Cortes generales por Aragón.
Tras el intento frustrado de levantamiento por parte de la Guardia Real en 1822, el gobierno se radicaliza y Fernando VII pide ayuda, en su lucha contra los liberales, a los soberanos que integran la Santa Alianza. Un ejército francés de “Los Cien Mil Hijos de San Luis”, a las órdenes del duque de Angulema, entra en Madrid. Las Cortes y el Rey parten para Sevilla. Poco a poco Fernando VII recupera el poder absoluto y aquel rey que había dicho “vayamos todos juntos y yo primero por la senda de la Constitución”, da paso a lo que los historiadores han dado en llamar la Década Ominosa, caracterizada por una brutal represión contra los liberales y que terminará con la muerte de Fernando VII en 1833. Pero vayamos por partes en nuestro relato.
Llega Lagasca a Sevilla en la primavera de 1823 y lleva consigo el botánico sus más preciadas pertenencias: su biblioteca, su herbario y sus manuscritos de la Flora Española. Más de 150 kg de equipaje de los que 2/3 partes corresponden a los materiales de la Flora. El trabajo que durante toda su vida realizó el botánico aragonés lo acompaña en esta huida desesperada; son los materiales y manuscritos que pacientemente había acumulado desde su juventud en sus viajes por levante y Asturias, en los que realiza por el sur durante la Guerra de la Independencia y los de su época de esplendor al frente del Jardín. El otro objetivo científico de Lagasca era la publicación de la Ceres Hispánica que queda en manos de su amigo y colega Simón de Rojas Clemente. Corrió esta mejor suerte.
Ya en Sevilla, el 13 de junio de ese mismo año, una parte del pueblo, al grito de “¡Vivan las cadenas!”, queman y arrojan al Guadalquivir los equipajes de los fugitivos. La Flora Española, el resumen de 30 años de trabajo y el sueño científico de toda una vida, cae al río y se pierde para siempre: es esta la consecuencia de la sinrazón de una época. Lagasca pasa a Cádiz y de ahí a Gibraltar. Solo, sin su familia ni su Flora, parte para el destierro a Inglaterra a donde llega un día, no determinado, de comienzos de 1824. Tiene Lagasca 48 años y ha de empezar de nuevo.
(III)
En Londres estudia el herbario de Linneo y publica en 1825, en la revista Ocios de los Españoles Emigrados sus Observaciones sobre la familia de las plantas aparasoladas. Pero toda la preocupación del botánico está en reunir una cantidad de dinero suficiente que le permita llevar consigo a su esposa, Antonia y a sus cuatro hijos: José, Mariano, Juan y Francisco. La ocasión se presenta cuando le ofrecen trabajar en una importante colección de plantas, así logra el dinero suficiente para que su familia viaje a Londres.
Una vez más no soplan buenos tiempos. Lagasca se convence de que ya, de un modo irremediable, sus sueños de gloria para la ciencia española se han desvanecido. Pierde a su amigo Clemente y desde la lejanía del exilio escribe una breve pero sentida biografía que publica La Gaceta de Madrid, el 27 de marzo de 1827 y, en Londres, en la revista de Ocios de los Españoles Emigrados en julio de ese mismo año. Asiste como observador, entristecido e impotente, al lastimoso espectáculo que supuso el ver cómo algunos de los científicos supervivientes de la Ilustración tiene que ir deshaciéndose, poco a poco, de sus pertenencias para lograr sobrevivir. Se entera así de que José pavón, el expedicionario que recorrió Chile y Perú y autor, junto a Hipólito Ruiz, de la Flora Peruviana y Chilensis, ha tenido que vender su herbario a Lambert, para poder así atender a sus necesidades más perentorias y salvar de la muerte a su hijo, perseguido por sus opciones políticas. Poco a poco, su precaria salud va minando su vitalidad, el clima de Londres no le es propicio y en 1831 tiene que marchar a la Isla de Jersey, donde permanece hasta 1834. Más cerca de la naturaleza vuelve a sus trabajos botánicos y hace un catálogo de las plantas de la isla. Buen conocedor de la agricultura, ayuda a los campesinos a mejorar sus cultivos y sus cosechas de cereales.
El 29 de septiembre de 1833 muere Fernando VII y con la regencia de Mª Cristina le llega la amnistía a finales de octubre de ese mismo año. Todavía permanece unos meses más en Jersey y en agosto de 1834 parte para Londres, de ahí, en su regreso a España, a París, Lión, Aviñón, Montpelier y Barcelona.
Ya en Madrid, unos años después, es repuesto como director del Real Jardín Botánico. Su salud muy minada le lleva, por consejo de su médico, a Barcelona. Se aloja como invitado del Obispo en el Palacio Episcopal donde fallece el 28 de junio de 1839 y es enterrado en el cementerio municipal de Pueblo Nuevo de la Ciudad Condal.
Pero su historia no iba a terminar aquí, ciento cincuenta años después, una mañana de finales de invierno de este 1995, la figura de don Mariano Lagasca vuelve a hacerse directamente presente en el Real Jardín Botánico. Ese día, se recibe una carta fechada en Barcelona el 6 de marzo. En ella David Vargas Pino, un estudiante de Barcelona, se pone en contacto con nosotros y a través de un escrito entrañable nos hace saber el peligro que corre la tumba del insigne botánico, por impago de unas tasas. En un párrafo de la misma llega a decir, cargado de impotencia: “Yo no puedo hacer mucho, pues soy solo un estudiante que descubrí la situación y pienso que ustedes pueden dirigirse al Instituto Municipal de Pompas Fúnebres y enterarse de la situación (...) Por mi parte”, añade David, “intentaré escribir a las cartas al director de los diarios barceloneses para hacer público el hecho y si es posible impedir que sea destruida”. Se desencadena así un proceso en el que, el Real Jardín Botánico por un lado y el Justicia de Aragón por otro, hacen todo lo necesario para resolver el problema y hoy, por iniciativa del Justicia, la historia tiene, como no podía ser menos, un final con el merecido homenaje y el definitivo retorno de Mariano Lagasca al pueblo que, una mañana de 1791, le vio partir para Tarragona.
Al principio de esta disertación he declarado mi intención de trazar un esbozo objetivo de la vida de este científico apasionado, solo al final voy a desenmascarar mis verdaderos sentimientos hacia el botánico aragonés. Creo que no sería justa para su memoria si no lo hiciera. Confieso que la figura de Lagasca ha despertado en mi una profunda admiración y, al analizar las razones, creo que han sido su tenacidad y perseverancia –tan propias por otro lado del alma aragonesa- su lealtad, la voluntad inquebrantable con la que supo encarar las condiciones adversas que jalonaron su vida y esa dignidad que le permitió no perder nunca la esperanza en un mañana mejor, lo que de verdad de él me ha cautivado. Me parece que su vida fue todo un ejemplo que lejos de languidecer con el tiempo, se mantiene hoy, ya a las puertas del nuevo milenio, en plena vigencia.
T. M. Tellería
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