UN VERANO EN LA RUEDA DEL TIEMPO
Tras la Semana Santa llega mayo que
va creciendo en luz, calor y olor a lo largo de los días. La playa, como espacio
natural, como ancho campo de disfrute
universal se va abriendo al visitante. Entre tanto, en los bares y restaurantes
ponen toldos, sombrillas y parasoles en las terrazas. Se anima la gente,
primavera candente, a un pequeño baño de sol y de agua. Poco a poco la orilla
del mar se convierte en una algarabía de tumbonas y sombrillas, de aceites y
bálsamos para la piel, de niños jugando y de eternos paseantes. En frente, el
mar, inmutable a todo lo que sucede envía constantemente, eternamente, sus olas
de espuma blanca a recibir en la orilla el beso de la arena dorada. Y así, en
esa unión perfecta de mar y vida florece como todos los años, otro verano. Un
verano atenuado por la brisa suave y fresca del mar. Mas luego, poco a poco, ofuscado en su luz, llega el otoño cálido y oloroso. Un otoño que como un
membrillo maduro huele a permanencia y eternidad. Un otoño que, sobreponiéndose
a las estaciones e ignorando el mar, la mar, sigue su cadencia de olas y de
minutos. Se agigantan los relojes porque es ya la hora de partida hacia los cuarteles
invernales. Que el aire queda prendido en fibras de olor, columnas de sal,
esperma de libélula… mientras que, las gaviotas, enmudecen con la temprana
tarde, triste y gris. Por siempre vendrá, otra primavera y otro verano y habrá de
nuevo luz y juegos. Helados bajo las sombrillas y risas despidiendo a los pájaros
azules del olvido.
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